Un pueblo asentado al fin del mundo, donde el mapa casi terminaba. Aunque pequeño, tenía todo lo que las personas necesitaban para vivir.
Al sur, un bosque peligroso donde pocos valientes se atrevían a entrar, y más allá, un extenso océano que parecía no tener fin.
Ese era el pueblo de Lacos. Calles polvorientas pero con mucha vida y movimiento. Las personas iban y venían. Aunque el clima era cambiante, había calidez en las sonrisas de la gente.
La plaza era muy verde, con familias disfrutando su día. Los niños jugaban y corrían de un lado a otro.
En un banco, descansaba un joven de cabello alborotado. En su mano sostenía un viejo libro con una portada un tanto peculiar: "Artes básicas de alquimia".
Absorto en la lectura, no prestaba atención al mundo a su alrededor.
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Artes básicas de alquimia
Alquimia: es el proceso de crear pociones, elixires, ungüentos, píldoras y más.
Para ser un practicante de alquimia, necesitas cumplir con cinco requisitos:
Una llama mágica
Un caldero
Una fórmula
Un proceso
Y materiales.
Sin uno de estos, no se puede hacer alquimia.
Caldero: Se compra en tiendas de alquimia.
Llama mágica: se crea naturalmente en lugares donde se acumula el maná.
Fórmula: nombre y cantidad necesaria de los materiales.
Proceso: orden en que los materiales se funden en el caldero.
Materiales: todo tipo de piedras, minerales, plantas y partes de bestias.
Las fórmulas se crean a través de años de investigación. La mayoría se compran, pero hay algunas exclusivas que solo están disponibles para quienes las descubrieron.
Arthur, pensativo, miró el libro un rato. Suspiró y lo guardó.
No cumplo con ningún requisito, pensó. Alzó la mirada al cielo y murmuró:
—Supongo que tendré que dejar la alquimia para más adelante.
Mientras el día avanzaba, el sol empezaba a esconderse.
Con una caminata lenta, disfrutando de una brocheta de pescado, Arthur se dirigió a la herrería.
Al llegar, el olor a hierro y carbón atacó su nariz. No vio al orco, pero los demás herreros golpeaban sus martillos rítmicamente, como una orquesta de metales y fuego.
Detrás de una puerta, apareció la familiar silueta que buscaba.
Krank lo vio parado con una sonrisa estúpida. Volvió a la habitación y dijo:
—Mocoso, ven aquí.Tengo lista tu daga.
Arthur lo siguió. Hasta ahora, solo habían hablado afuera, donde estaban las mesas de trabajo. Este parecía ser el espacio especial de Krank.
Era un cuarto repleto de armas y armaduras. También había diseños de algunas armas y unos cuantos libros viejos adornando un escritorio polvoriento.
El orco tomó una pequeña daga enfundada en un cinturón de cuero y un papel. Caminó hacia Arthur y dijo:
—Esto es lo que me pediste, y estos los materiales que necesito.
Arthur tomó la daga y el papel, preparado para irse, cuando notó en una esquina una gran armadura y un garrote de más de dos metros de altura. La curiosidad lo venció y preguntó:
—Viejo, ¿esa armadura es tuya?
El orco, sabiendo a qué se refería, respondió un poco sorprendido:
—No… es una historia de mi pasado.
¿Una historia?, pensó Arthur.
—¿Quieres contármela
Sentía que ese viejo orco era, como él, un poco solitario.
Krank lo pensó por un momento y dijo:
—¿Seguro? Es larga.
Asintiendo, Arthur respondió:
—Tengo tiempo.
Se sentaron en una mesa pequeña. El orco compartió una copa de lo que parecía cerveza con el joven. Arthur no solía beber en su mundo anterior, pero aquí, cuando la ocasión lo ameritaba, se daba ese gusto.
Mientras el sol se ocultaba en el horizonte, dos siluetas bebían y conversaban en una pequeña habitación. Afuera, el viento susurraba.
Fin del capítulo.