La habitación estaba en silencio.
Solo se escuchaba el zumbido constante del ventilador de la computadora y el leve clic del mouse moviéndose sin rumbo sobre la pantalla. Una luz azulada iluminaba las paredes cubiertas de pósters de novelas, mangas y juegos de fantasía. La ventana estaba cerrada, y el reloj digital marcaba 2:47 a.m.
Sentado frente al monitor, un joven de cabello alborotado y ojeras profundas observaba con frustración las palabras que titilaban en la pantalla:
"Odisea en un mundo de sueño y fantasía"
Ese era el título.
Lo único que había logrado escribir en dos malditos meses.
—¿Cómo se supone que cuento una historia? —se preguntó Arthur, pasando una mano por su frente mientras fruncía el ceño.
Desde que había leído su primera novela ligera y se sumergió en las aventuras de mundos imposibles, había soñado con escribir la suya. Crear personajes, monstruos, héroes y villanos, mazmorras antiguas y artefactos legendarios. Pero al momento de sentarse a escribir… su mente quedaba en blanco.
—Tal vez no tengo talento para esto… —murmuró, hundiéndose en la silla.
Intentó por última vez teclear algo, cualquier cosa. Pasó minutos observando el cursor parpadeante como si fuera un enemigo al que debía derrotar.
Nada.
Al final, suspiró y se dejó caer en su cama, mirando el techo agrietado.
Si las ideas no salen hoy, fluirán mañana.
Ese pensamiento ya se le había hecho costumbre.
Se acomodó como pudo y cerró los ojos.
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Un pasillo.
Era largo, iluminado por una luz tenue y difusa. Las paredes parecían infinitas, y al fondo, apenas visible, había una puerta entreabierta.
Arthur avanzó sin pensar demasiado.
Cada paso hacía que su corazón latiera con más fuerza.
Cuando estuvo a unos metros de la puerta, un leve susurro se deslizó desde el otro lado.
—Arthur…
Se detuvo.
—¿Quién
El suelo bajo sus pies desapareció.
Una caída interminable.
Un vacío.
Oscuridad.
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Arthur abrió los ojos de golpe.
Pero ya no estaba en su habitación.
Ni en su cama.
Ni siquiera en su casa.
Todo lo que veía a su alrededor eran árboles altos, hojas secas y una niebla espesa. El cielo era grisáceo, y el aire olía a tierra húmeda.
Miró su cuerpo.
—No… no, no, no…
Una camiseta de tirantes.
Calzones de calaveritas.
Y nada más.
Se pellizcó el brazo. Se dio una cachetada. Incluso se dejó caer de espaldas al suelo. El dolor era real. Las hojas rasposas, reales. El frío en la piel, demasiado real.
—Esto no puede ser…
A lo lejos, se escuchó el canto de un ave extraña.
Arthur se puso de pie, temblando.
—Ok… Arthur, calma… Seguramente es un sueño. Un sueño muy estúpido… sí, de esos lúcidos raros.
Pero algo en su interior le decía que no lo era.
Y así, en medio de ese bosque desconocido y vestido como un idiota, comenzó la historia que Arthur nunca había logrado escribir.
La historia que, sin saberlo, estaba a punto de vivir.
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Fin del capítulo.