Al entrar al gremio, Arthur vio a ese grupo de aventureros que intentaban convencer a otro tipo. Simplemente los ignoró y fue directo al mostrador.
—¿Volviste a vender tus materiales? —preguntó la recepcionista con una sonrisa.
—Sí, estos son los que tengo —respondió Arthur, abriendo la bolsa y colocando los objetos sobre la mesa.
La mujer empezó a contar y a sacar cuentas.
—Cola de escorpión: 4, igual a 4 platas… Garras de lobo: 15, son 750 cobres… Núcleos de una corona: 7; eso hace 35 platas. En total son 46 platas y 50 cobres.
Arthur no pudo evitar sonreír de oreja a oreja. Nunca había tenido tanto dinero desde que llegó a Lost…
Recibió su pago y se preparó para salir, pero fue interceptado por el mismo grupo de aventureros que había visto antes.
—Oye tú, hace poco te promocionaron a Plata, ¿cierto? —¿Te interesa unirte para una misión en el Bosque Púrpura? —preguntó un hombre de barba espesa y coleta de caballo.
Desconcertado, Arthur frunció el ceño.
—¿Y tú quién eres?
El tipo se tocó la cabeza, algo torpe.
—Tsk… Perdón, perdón Me llamo Ralft. Estamos armando un equipo para explorar la tercera capa del Bosque Púrpura.
Arthur arqueó una ceja y, tras pensarlo unos segundos, respondió:
—Soy Arthur, pero si quieres puedes llamarme Schopenhauer. Mucho gusto.
Ambos se estrecharon la mano.
—Bien, Schopenhauer ¿Qué dices, te unes?
Aunque hace momento dije que era para débiles y cobardes ir en grupo, si vuelvo a ir solo, terminaré como comida de bestias…
—Suena bien… pero ahora estoy esperando que el herrero me termine unas armas. ¿Cuándo piensan ir?
—En cinco días.
—Excelente. Acepto.
—Genial. Nos vemos en la puerta sur en cinco días —dijo Ralft antes de retirarse.
Arthur se despidió y salió del gremio. Caminó por las calles de Lacos, pensando en cómo gastar su dinero.
Si voy a volver al bosque, debería hacer preparativos, comprar buen equipo y provisiones. Tal vez podría pedirle al viejo orco que me haga armaduras o un casco con las piedras de maná que me quedan…
Mientras andaba sumido en sus pensamientos, se detuvo frente a una tienda. El letrero decía: "Alquimia y hechicería".
Vaciló por un momento, pero terminó entrando.
Dentro, un anciano de cabello gris y piel seca bebía té tras un mostrador, completamente absorto en un libro.
Arthur escudriñó por un momento la tienda; estanterías repletas de libros y calderos adornaban el interior. Al parecer, el hombre no notó su llegada.
Tosió un par de veces.
—Disculpe, señor
El anciano se sobresaltó, casi derramando su té, y miró al joven.
—Bienvenido, joven. ¿Qué deseas?
—¿Qué vende exactamente esta tienda?
—Todo lo que ves aquí: libros de encantamientos, pociones, calderos de alquimia… todo lo relacionado con alquimia y hechicería.
Arthur dudó un instante.
—¿Tiene algún libro que enseñe alquimia?
El anciano lo miró con interés.
—¿Quieres aprender alquimia?
—Solo es por curiosidad… No tengo marca ni habilidad para usar.
El viejo se echó a reír.
—Para la alquimia no se necesita una marca, solo un caldero y una llama mágica.
Arthur abrió los ojos, sorprendido.
—¿Es en serio?
El anciano asintió y sacó un libro polvoriento de una estantería.
—Este explica los conceptos básicos. Léelo, y si te interesa, vuelve a verme.
Arthur tomó el libro, agradeció y salió de la tienda. Miró la portada con interés antes de guardarlo.
El resto del día lo dedicó a recorrer más tiendas, comprando varios libros sobre magia, hierbas, hechizos y conocimientos generales. Los días que no estuviera cazando, los pasaría aprendiendo más sobre este mundo.
Después de comer en varios puestos y recorrer las calles, se detuvo frente a la fuente donde conoció a Fista. Recordó aquellos ojos dorados, tan tranquilos y fríos como un lago.
Me pregunto dónde estará… La última vez me dijo que nos veríamos en month. Tal vez, cuando termine mis asuntos en este pueblo, podría visitarla…
Arthur suspiró.
Poco a poco me voy acostumbrando a este mundo, pero la soledad no desaparece. Pensar en las personas que me extrañan en el otro mundo me hace querer volver…
Frente a la fuente, se podía ver a un joven melancólico. Sus ojos mostraban una soledad interminable, mientras el atardecer teñía el cielo de naranja.