Arthur estaba cubierto de polvo y tierra al salir de aquella cueva maldita. Había conseguido terminar la misión, aunque no de la forma más limpia ni heroica posible. Salió con varios rasguños, una mordida en la pantorrilla y el hedor a sangre reseca impregnado en la ropa. Pero en su bolsillo llevaba un objeto que lo hizo pensar que, por una vez, la suerte estaba de su lado: un pergamino de habilidad.
Lo encontró al fondo de la cueva, junto a los restos de un aventurero menos afortunado. Al principio pensó que era solo un trozo de papel mugroso, pero cuando lo limpió un poco, reconoció los símbolos y marcas que había visto en los libros del gremio.
—¡Una habilidad! ¡Al fin! —Tal vez hoy no sea un completo desastre —exclamó emocionado.
Se lo guardó sin pensarlo demasiado y se dirigió de vuelta al pueblo. Como ya era tarde, decidió ir a descansar, soñando con el montón de monedas de plata que recibiría al venderlo. Pantalones nuevos, una buena comida y, con suerte, una bebida barata… Nada mal para un día de trabajo.
A la mañana siguiente, al llegar al gremio, fue recibido por la recepcionista de cabello castaño y expresión eternamente indiferente, a la que Arthur, en secreto, llamaba "señorita con el ceño fruncido".
—¿Qué tienes ahí? —preguntó la mujer sin siquiera levantar la voz.
—Un pergamino de habilidad. —Lo encontré en una cueva mientras cumplía una misión —respondió Arthur con una sonrisa confiada.
La recepcionista alzó una ceja, tomó el pergamino con cuidado y lo abrió. Lo observó durante unos segundos, sin decir una palabra.
—Está vacío.
Arthur parpadeó.
—Qué... ¿imposible? Lo acabo de encontrar.
La mujer giró el pergamino, lo examinó contra la luz y luego lo dejó sobre el mostrador con un encogimiento de hombros.
—No tiene sello. Está inutilizable. No vale nada.
Una gota de sudor recorrió la espalda de Arthur. Tomó de nuevo el pergamino, lo examinó… y sí, solo era un trozo de papel viejo, sin símbolos brillantes, sin sello, sin nada.
—Pero… yo lo vi… —Susurró, con incredulidad
Abatido, entregó su misión y salió del gremio con el pergamino inútil en la mano, el estómago vacío, gruñendo por la cena que no tendría.
Caminó por las calles polvorientas de Lacos mientras el cielo se teñía de naranja. Alzó la vista, respiró hondo y, con la voz cansada pero fiel a su humor resignado, murmuró:
—La diosa de la fortuna me dio un pergamino… y la diosa de la desgracia le quitó el sello. Maldita sea… Algún día me tocará una buena.
Se alejó rumbo a la posada barata donde solía dormir, sin notar que, por apenas un instante, una tenue marca traslúcida brilló en su antebrazo… y desapareció.
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Fin del capítulo.