Frente a la entrada de una cueva de no más de dos metros de altura, Arthur revisaba sus provisiones.
Una vieja daga oxidada, una cuerda medio podrida que había encontrado en una taberna, una antorcha a medio consumir y unas cuantas vendas improvisadas hechas con telas viejas y sucias.
Todo acomodado dentro de su gloriosa bolsa de aventurero principiante…
O lo que en realidad era: una bolsa de papas vacía.
Se preguntaba cuál de las diosas le sonreiría esta vez: ¿la fortuna o la desgracia?
Arthur:(suspirando)
—Aunque con mi suerte, seguro es la diosa de la desgracia. Ella debe tener un altar con mi nombre.
Ajustó la cuerda en su cinturón y encendió su antorcha.
Lo que Arthur ignoraba era que, mientras jóvenes aventureros como él arriesgaban su vida por unas cuantas monedas o la ilusión de la gloria, otros seres mucho más antiguos y ajenos a la comprensión humana observaban desde un plano eterno.
Los Demiurgos.
Seres trascendentales. Dueños de voluntades ajenas. Manipuladores de pensamientos, emociones y decisiones.
Jugadores caprichosos de un tablero cósmico que solo ellos entendían.
Algunos decían que crearon el mundo de Lost. Otros aseguraban que lo habían arrebatado de las manos de los dioses originales, asesinándolos y reclamando su trono.
Y los ancianos, en susurros temerosos, hablaban de leyendas prohibidas.
De cómo los últimos dioses del origen se habían ocultado en las profundidades de las Mazmorras Eternas, únicos lugares donde ni los demiurgos podían influir en la mente de los vivos.
De cómo la verdadera historia de Lost yacía enterrada en la oscuridad del Abismo Voraz, custodiada por cinco sellos olvidados, esperando al héroe que algún día desenterraría la verdad.
Pero Arthur no sabía nada de eso.
Para él, solo era otro maldito día más de sobrevivir.
Se ajustó la antorcha, suspiró y repasó mentalmente:
—Bien… parece que tengo todo lo que necesito. O al menos, todo lo que me alcanzó.
Según la información del gremio, los Conejos Chirriantes usaban cuevas como guaridas. Suele haber entre cinco y diez por manada. Miden aproximadamente cincuenta centímetros, son veloces, tienen garras afiladas y patas que te mandan a volar como si nada.
Además, podían ver perfectamente en la oscuridad.
Arthur:
(suspira de nuevo)
—Maldita sea.
El olor a tierra húmeda y moho salía de la cueva como un susurro envenenado.
Un presagio.
Arthur:
—Bueno, Schopenhauer… es hora de filosofar a patadas.
Levantó su antorcha, apretó la empuñadura de su daga y, con un último vistazo al exterior, se adentró en la oscuridad.
Sin saber que esa cueva, y ese encuentro con los malditos conejos chirriantes, era solo el primer paso de una historia mucho más antigua que él mismo.
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Fin del capítulo.