Capítulo 2
Salí con el primer rayo de luz. El frío me calaba hasta los huesos y el silencio del lugar pesaba como si el mundo estuviera muriendo. Las noches son un desastre: solo siestas cortas, nada de dormir tranquilo. Dormir seguido y bien es un lujo que ya no existe.
Mientras me alejaba del lugar donde pasé la noche, me encontré con un ciervo.
Sorprendentemente, era una de las pocas criaturas que, a pesar de haber mutado, no eran completamente hostiles. Aunque su tamaño no daba esa impresión —son más grandes que los antiguos caballos—, si los comparas con cómo eran antes seguían conservando cierta calma en su comportamiento. O al menos, eso parecía.
No parece agresivo… aunque si quisiera, me aplastaría con una embestida sola.
No hice ruido. No mantuve contacto visual. Solo pasé de largo.
Necesitaba encontrar un nuevo lugar antes del atardecer.
Estaba seguro de que me encontraba en alguna parte de lo que una vez fue México. La vegetación mutada, los escombros cubiertos de arena y las estructuras colapsadas eran pistas suficientes.
A lo largo de estos años me he movido por casi todo el continente. Incluso antes, cuando muchos vehículos todavía funcionaban, estuve un tiempo en el Ártico. Tuve la suerte —o la desgracia— de ser parte de un grupo seleccionado para evaluar si era viable evacuar hacia los polos.
Al inicio no fue tan malo. El frío mantenía a raya a la mayoría de criaturas.
Hasta que los animales de allá también sucumbieron.
—Los primeros en caer fueron los osos… luego los lobos… Ya no les temían ni a las armas ni al fuego—.
Recuerdo el sonido de sus garras rompiendo el hielo como si fuera madera podrida.
Desde entonces supe que no había refugio real. Solo retrasos.
Continué mi camino en silencio, con la mente fija en el próximo refugio, cuando de pronto…
Algo se sintió distinto.
Una ligera presión detrás de los ojos.
Un zumbido que no era sonido.
Un instante de vacío.
Me detuve. Miré a mi alrededor. Nada. Todo seguía igual.
—Debe ser el cansancio –
Seguí caminando.
El trayecto fue largo. Caminé durante lo que parecieron horas, sin saber realmente hacia dónde me dirigía.
Sé que no debo acercarme a los mares. Después de todo, los lugares con abundante agua son los más peligrosos. Las criaturas que una vez vivieron allí fueron las que más sufrieron las mutaciones.
Una vez, al acercarme demasiado a un lago, logré vislumbrar un cocodrilo… o lo que alguna vez fue un cocodrilo. Ahora medía más de doce metros. Realmente me hace cuestionar qué sucederá después con este mundo.
Vi unas marcas en los árboles. No eran naturales. Humanos, seguro. No me gustan los humanos últimamente. Mejor rodear. No quiero sorpresas.
El aire olía a mierda, humedad y metal podrido. Caminé sin prisa, pisando la maleza que cubría un asfalto muerto desde hace años. Las estructuras caídas parecían esqueletos de un mundo acabado. Algunos árboles crecían dentro, como si la tierra quisiera borrar cualquier resto de humanos.
A lo lejos, distinguí un cartel caído. El óxido cubría casi todo el texto, pero aún se podía leer una parte:
"...Bienvenidos a Cu...la..."
"¿Culiacán?" murmuré con una voz áspera por el tiempo sin hablar en voz alta "¿O tal vez Cuautla?"
No era del todo claro, pero lo que sí sabía era que México tenía cientos de pequeños pueblos y ciudades que ahora eran tumbas abiertas.
Y no todos los cadáveres estaban quietos.
Un ruido seco se oyó entre los arbustos. Me agaché de inmediato. No era paranoia; era instinto.
*sollozo*
El sonido se repitió. Pero no era un gruñido ni un paso arrastrado.
Era… un sollozo.
Bajo, entrecortado, como si alguien estuviera llorando.
Me agaché, el corazón a mil y frío sudor en la espalda. En este mundo, un niño llorando no es vida. Es muerte disfrazada. Trampa segura.
Entre los arbustos, finalmente lo vi.
Un niño. No mayor de ocho años, con ropas sucias y rasgadas. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado y el cabello apelmazado por sangre seca.
Estaba quieto… salvo por el leve movimiento de sus hombros, como si llorara en silencio.
Pero algo no encajaba.
El llanto no salía de su boca. Su rostro estaba inmóvil. Era un sonido que parecía venir de su garganta… o más abajo. Como si su cuerpo recordara cómo llorar, pero no su mente.
Entonces, giró la cabeza.
Muy rápido. Muy antinatural.
Los ojos estaban completamente en blanco. La boca entreabierta, con hilos oscuros bajándole por la barbilla.
Y lo más inquietante: sonrió. No una sonrisa humana, sino una mueca tensa, como si la piel no entendiera el gesto que intentaba replicar.
"No…" murmuré. —De los gritones—.
Retrocedí un paso.
El niño dio uno hacia mí.
El grito no fue humano. Fue un chillido agudo, como metal rasgado. Vibró en el aire, en los huesos, en el estómago.
—¡Mierda! —.
Me tapé los oídos, aunque ya sabía que era tarde. Ese chillido no era solo ruido: era una señal.
Una alerta biológica.
No para humanos.
Para otros.
Ya venían.
Sin pensarlo, me di media vuelta y corrí. No miré atrás. Sabía que, en cuestión de minutos, vendrían los verdaderos cazadores.
Mientras huía, escuché los gritos a lo lejos.
No esperaba Ecos durante el día. Normalmente se mueven solo de noche.
No porque la luz del sol los dañé… sino porque cazan mejor en la oscuridad.
Pero si uno había aparecido ahora, significaba algo peor: se estaban expandiendo.
Ya no les importaba el horario.
Ya no cazaban solo de noche.
Me dirigí a un terreno abierto. Sabía que no era más rápido que ellos y no podía enfrentarme en un lugar cerrado.
Allí tendrían la ventaja.
Mientras corría, revisé mi equipo para asegurarme de qué cosas me faltaban o necesitaba.
Una vez me encontré en un espacio amplio.
Con cuidado dejé caer mi mochila y me moví alejándome para que no se dañara durante el combate.
Una vez lejos de esta, me detuve y me giré.
No debía darles la espalda.
*Pisadas...*
*Susurros entre las hojas... *
*Silencio. *
Ya me habían alcanzado.
Al mirar a mi alrededor, logré distinguir varias figuras moviéndose entre la maleza y las sombras. El verdadero problema no era solo que estuvieran allí… sino cuántos eran.
—¿Por qué mierda hay un grupo tan grande de ellos durante el día? —murmuré.
Sabía que no salían a cazar con luz. Entonces… ¿por qué?
—...Espera… no me digas que tuve la suerte de toparme con una migración—.
No tuve el lujo de seguir divagando.
Uno de ellos se lanzó sobre mí desde los arbustos, con una velocidad salvaje. Saltó hacia mí desde atrás.
Me tiré al suelo, rodando, apenas evitando el primer ataque.
Pero no se detuvo.
Antes de que pudiera incorporarme del todo, volvió a lanzarse. Esta vez, le arrojé una pequeña daga de hueso directo al rostro.
Era realmente pequeña, tallada a mano y las tenía a lo largo de mi cintura.
El Eco chilló con fuerza: la hoja se le incrustó en un ojo.
Sabía que eso no lo mataría. Pero no necesitaba matarlo… aún.
—Te dolió, ¿eh? —bufé con una risa burlona.
El eco volvió a lanzarse. Más torpe esta vez. Más lento.
Lo esquivé y, al pasar a su lado, le di un corte largo y profundo a lo largo del costado, seccionándole un brazo.
Se desplomó en seco. No volvió a levantarse.
El silencio volvió a adueñarse del área.
Pero no fue la daga lo que me dio la ventaja.
Fue lo que llevaba en ella.
Estaba untada con un veneno fuerte. Lo suficientemente potente como para bloquear temporalmente el factor regenerativo de estos malditos.
Además, embotaba sus sentidos y provocaba alucinaciones.
En otras palabras, volvía vulnerables a criaturas que no deberían tener puntos débiles.
Una herramienta rara.
Pero en este mundo, todo lo que te mantiene con vida… es valioso.
Los Ecos rodeaban el terreno abierto, con los ojos brillando en una mezcla de hambre y odio. No eran simples bestias; eran algo más. Algo peor.
Sabía que no podía enfrentarlos a todos de frente. Ellos tenían la ventaja en fuerza, velocidad… y número.
Pero yo tenía algo que ellos no: experiencia. Preparación. Astucia.
Con manos rápidas, saqué de mi cinturón una mezcla de cuchillos, frascos con líquidos corrosivos y pequeñas bombas caseras que había fabricado durante años de ensayo y error. Mi respiración era agitada, la presión me pesaba como una losa. Era hora de usar cada truco que conocía.
Primero lancé un frasco que estalló al tocar el suelo, liberando un gas denso y verdoso. Lo había destilado de los gases digestivos de una criatura muerta. Era un líquido corrosivo que se evaporaba al contacto con el oxígeno. Los Ecos retrocedieron, tosiendo, apenas unos segundos.
Eso bastó.
Arrojé una bola de fósforo. Al chocar, generó una chispa. El gas inflamable ardió de inmediato, como pólvora, encendiendo una cortina de fuego entre ellos. Algunos Ecos ardieron. Gritaron. Otros solo se detuvieron por un momento.
Era solo una distracción.
Uno logró atravesar la nube tóxica. Sus garras rasgaron mi chaqueta, y sentí el mordisco helado del dolor. Antes de que pudiera lanzar otro golpe, hundí un cuchillo en su cuello, apuntando al cerebro. Cayó, pero otros ya venían.
Corrí hacia un montículo de escombros. En el camino dejé caer varias botellas. Todo estaba calculado. Mi objetivo era reducir al mínimo el número de enemigos en combate cuerpo a cuerpo. Saqué mi machete, 'Verdugo', forjado con los huesos de un Leviatán seco, temblaba en mi puño.
Uno llegó de frente, girando con fuerza. Antes de que pudiera reaccionar, mi hoja casi le partió la cabeza. Saqué el arma y retrocedí, esquivando las garras de otro.
La batalla continuó. Cada movimiento era preciso: cortar, romper huesos, aturdir, alejar.
El veneno en mis armas empezó a surtir efecto. Varios tambalearon. Las alucinaciones no los derribaban por completo, pero causaban confusión. Algunos incluso se atacaban entre sí. Era mi oportunidad.
Me tomé un breve respiro. Sudor y sangre se mezclaban en mi rostro. No podía permitirme caer. No hoy.
Mientras luchaba contra uno que me alcanzó, sentí un dolor punzante en el costado.
Retrocedí, abrí espacio, miré. Tenía un pedazo de metal clavado en el cuerpo.
Uno se mantenía erguido, inmóvil, observándome. No atacaba. Solo me miraba. Y en sus ojos… algo distinto. — ¿Conciencia? ¿Instinto superior? ¿O simple sadismo? —.
"¿Tienen un líder ahora…?" murmuré.
No hubo tiempo para pensar. Me cortaron el pecho justo antes de que otra garra me alcanzara. Respondí con otro golpe: la hoja le atravesó la cara.
Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, la mayoría de los Ecos cayeron.
Pero aún quedaban tres.
Y yo estaba sangrando.
Mucho.
— ¿Cuánto tiempo más aguantaré? —