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Chapter 46 - El Cañón Helado y el Despertar del Corte Profano

Después de salir de la posada Arthur avanzaba lentamente por el Cañón de las Fauces. Un gran abrigo de piel de bestia cubría su cuerpo. Aunque era renuente a gastar dinero en ropa cara, en un lugar como ese era cuestión de supervivencia. Una tormenta podía caer en cualquier momento y dejarlo convertido en una paleta helada.

El abrigo estaba hecho de zorro de fuego, lo que le otorgaba cierta inmunidad al frío. Además del abrigo, había repuesto sus suministros, pero ya solo le quedaban poco más de tres oros. Si encontraba alguna bestia por el camino, intentaría cazarla. Después de todo, era un aventurero, y así era como se ganaba la vida.

Luego de caminar medio día, encontró una zona cerca de un río para descansar. Despejó la nieve y sacó su carpa. Encendió una fogata y, como siempre, preparó una comida caliente.

Se sentó en un tronco cerca del fuego y tomó un libro sobre información de marcas. Comparó su propia marca con un dibujo y notó que era muy similar. Lo raro era que en el libro no decía nada sobre distintos tipos de marcas. Ojeó un poco más, pero tampoco encontró información sobre marcas que otorgaran habilidades.

Se frotó la barbilla y pensó por un momento.

No recuerdo haber escuchado nada sobre esto en el gremio...

Sin más, meditó un rato mientras su comida se cocinaba. Después de una hora, terminó su meditación y comenzó a controlar su maná. Era lo que más le costaba, pues el dolor era insoportable, pero se obligaba a hacerlo todos los días.

Cuando terminó, tomó su sopa y descansó un rato antes de partir. Guardó sus cosas en la bolsa y se dispuso a avanzar. En ese momento, escuchó un aullido muy cerca. Miró de dónde provenía y vio a cinco lobos blancos acercándose.

Antes de salir de Latis había revisado las bestias del cañón para estar preparado, y reconoció a esas criaturas: un Lobo de Escarcha y cuatro Lobos de Niebla. En la frente del primero había tres puntos resplandecientes, indicando que era una bestia de tres coronas. Los otros, más pequeños, tenían una.

Arthur sintió pánico al recordar al león que habían enfrentado antes, pues era del mismo rango. Solo que esta vez estaba completamente solo.

Sacudió la cabeza y murmuró:

—No puedo acobardarme siempre. Si quiero sobrevivir... debo ser fuerte.

Desenfundó a Filo del Alba y, con un grito, se lanzó al ataque. Pero en ese instante, un gran rugido vino desde el cielo. Una sombra gigante se estrelló contra los lobos y los hizo pedazos.

Arthur quedó en shock.

Una gran nube de nieve se levantó, ocultando por un momento la escena. Cuando los copos comenzaron a caer de nuevo, Arthur pudo distinguir a una enorme bestia arrancando pedazos de carne de los lobos destrozados. La sangre corría por su mandíbula abierta, goteando al suelo en gruesas gotas escarlata que teñían la nieve bajo sus garras. Cada exhalación era un denso vapor blanco que salía como el aliento de un dios antiguo, formando columnas de niebla que se alzaban como fantasmas en el aire helado. Sus colmillos, afilados como cuchillas, trituraban los huesos de un lobo más pequeño con un crujido grotesco, destrozando su cuerpo en un solo bocado. La criatura se erguía como una escultura de hielo manchada de sangre, poderosa e implacable, su mirada gélida barriendo el paisaje como un juicio silencioso.

Arthur tragó saliva. No podía creer lo que veía. Maldijo por dentro a la diosa de la desgracia; parecía que siempre que ganaba algo, algo peor venía a recordarle lo insignificante que era.

Miró a la criatura y murmuró:

—Es un... Guiverno de Alas Plateadas.

Recordó lo que había leído en su bestiario.

Guiverno de Alas Plateadas

Rango: Tres coronas

Recomendado: Un grupo de cinco, todos mínimo rango Oro.

Debilidades: Se desconoce.

Fortalezas: Resistente a la magia, defensa muy alta Ataques: Ventisca Plateada, Garras de Hielo.

—Mierda... ¿cómo derroto a esta cosa?

Arthur intentó escabullirse mientras la criatura devoraba los restos, pero la bestia levantó la cabeza, lo miró y, con un rugido, se lanzó hacia el cielo.

Un escalofrío recorrió su espalda. Algo cayó a gran velocidad sobre él. Esquivó como pudo, pero el impacto lo hizo rodar por la nieve. La bestia le siguió con otro ataque, y sus garras de hielo perforaron su hombro, lanzándolo varios metros. La sangre tiñó la nieve de rojo.

Ese ataque casi le arranca el brazo por completo. En ese momento, sintió que el mundo estaba en su contra. Siempre que tenía un pequeño avance, algo más fuerte venía a recordarle lo insignificante que era.

Con el rostro ensangrentado y una determinación desesperada, gritó:

—¡Maldito pajarraco! ¡Si me quieres matar, al menos te llevaré conmigo!

Con el corazón desbocado, Arthur apretó a Filo del Ocaso con tanta fuerza que sus nudillos se tornaron blancos, como si su propia carne estuviera a punto de romperse. Tal y como la habilidad había aparecido en su mente, la invocó. Una violenta corriente de maná surgió desde lo más profundo de su núcleo, atravesando sus venas como un río embravecido. El poder se concentró en su brazo, haciéndolo vibrar con una energía tan densa y feroz que parecía que sus propios huesos iban a estallar.

La espada gris comenzó a oscurecerse, susurrando como una bestia hambrienta al sentir el torrente de poder que fluía a través de ella. Un humo negruzco y espeso se elevó de su hoja, retorciéndose como sombras vivientes. El aire a su alrededor se tornó gélido, el frío se intensificó hasta hacer crujir la nieve bajo sus pies, y un escalofrío sobrenatural se esparció por el cañón, como si hasta las mismas piedras temieran el poder desatado.

Su brazo se resquebrajó bajo la presión, la carne se desgarró y la sangre estalló en una lluvia carmesí, tiñendo la nieve como un tributo macabro al corte que estaba a punto de desatar. Pero a pesar del dolor, sus labios se curvaron en una sonrisa desafiante.

Cuando sintió que estaba listo, soltó un grito desgarrador:

—¡Corte Profano!

Una luz oscura y siniestra se desató de la espada, extendiéndose como una cuchilla de tres metros envuelta en un aura maldita. El aire se partió con un silbido escalofriante, como el lamento de un millar de almas condenadas, llenando el cañón con un eco que parecía devorar toda esperanza. La hoja etérea atravesó el aire con una ferocidad imparable, dejando a su paso un rastro de energía corrupta que hacía temblar la misma realidad.

El impacto fue brutal. El corte atravesó la criatura desde el pecho hasta la cola, desgarrando carne y hueso como si fueran meras hojas secas. Un chorro de sangre oscura estalló hacia el cielo, tiñendo la nieve de escarlata y creando una niebla carmesí que se extendió como una maldición en el aire helado. Por un instante, la bestia se congeló en su lugar, sus ojos abiertos en una expresión de terror incomprensible, antes de que su cuerpo se partiera en dos con un sonido húmedo y nauseabundo. Las dos mitades cayeron pesadamente al suelo, enviando ondas de sangre y vísceras que salpicaron por todas partes marcando la victoria de Arthur con una firma macabra.

El silencio que siguió fue absoluto, roto solo por el goteo constante de la sangre caliente que se filtraba en la nieve, creando pequeños ríos carmesí que serpenteaban entre los pedazos del cadáver.

Arthur cayó al suelo, sin fuerzas. Su brazo parecía carne picada. La cantidad de maná que había fluido de su núcleo fue tan concentrada que le rompió todos los huesos. Intentó ponerse de pie varias veces, pero no tenía fuerzas.

Al cabo de media hora, logró levantarse y se acercó al cadáver. Buscó entre los restos y, para su fortuna, el núcleo estaba intacto. Lo guardó en su bolsa junto al cuerpo. No tenía tiempo de revisar qué materiales servían del guiverno, así que lo dejaría para después.

Fue a buscar los restos de los lobos, pero solo encontró charcos de sangre. Se alejó del lugar antes de que más bestias llegaran y siguió su camino.

Mientras avanzaba, se detuvo a vendar su brazo, lo ató al cuello con una venda y le echó una poción de calidad media. Empezó a curarse poco a poco, aunque era una poción para heridas leves. No sabía si podría con huesos rotos.

Mientras caminaba, pensó:

No imaginé que esa habilidad fuera tan fuerte... Lo malo es que tiene un costo altísimo. No puedo usarla a menudo, pero al menos es un salvavidas. Ahora que puedo controlar mejor mi maná... quizá deba aprender algunos hechizos.

Durante el día avanzaba por el cañón, y por las noches descansaba. Dos días después, ya se encontraba a mitad del Cañón de las Fauces. Evitó algunas peleas, pues su brazo seguía en mal estado.

Sacó al guiverno de su bolsa y se preparó para diseccionarlo. Para su suerte, el núcleo estaba intacto; lo guardó y, siguiendo las instrucciones del bestiario, continuó con su trabajo. Sin embargo, en ese momento miró hacia atrás y, para su sorpresa, vio un carruaje acompañado por escoltas.

Aunque él había salido antes del pueblo, al ir a pie la caravana ya lo había alcanzado. Era la caravana de la familia Styla.

La mujer de cabello rojo, al frente de la caravana, fijó su mirada en Arthur. Al notar a la criatura que el joven estaba diseccionando, sus ojos se entrecerraron con una mezcla de sorpresa y curiosidad. Detuvo su montura, un imponente tigre de fuego cuyas garras dejaban marcas humeantes en la nieve, y avanzó hacia él con pasos firmes.

Cuando estuvo frente a Arthur, inclinó ligeramente la cabeza, sus ojos dorados centelleando bajo la luz de la ventisca.

—¿Tú mataste a este guiverno? —preguntó, su tono firme pero cargado de incredulidad.

Arthur tragó saliva, consciente de que su apariencia maltrecha y su brazo destrozado no ayudaban a inspirar confianza. Aun así, levantó el mentón y respondió:

—Sí... yo lo hice.

La mujer lo recorrió con la mirada, deteniéndose en el rastro de sangre que manchaba sus ropas y en los fragmentos de hielo que aún colgaban de su capa.

—¿Eres aventurero?

Arthur asintió, intentando no parecer más nervioso de lo que ya estaba.

—¿De qué rango? —insistió ella, con una ceja arqueada.

Arthur sacó su placa y se la mostró.

—Plata.

La mujer dejó escapar un leve suspiro, sus labios curvándose en una sonrisa incrédula.

—¿Un rango Plata matando a un guiverno? —Sacudió la cabeza con una mezcla de asombro y escepticismo—. Debes tener nervios de acero o estar completamente loco.

Arthur soltó una risa amarga, levantando su brazo destrozado.

—Digamos que fue gracias a una carta de triunfo... El precio fue mi brazo.

Los ojos de la mujer se abrieron un poco más al ver las profundas fracturas y las heridas abiertas que cubrían su extremidad. Por un momento, pareció que estaba a punto de preguntar algo más, pero se contuvo.

—¿A dónde te diriges? —preguntó finalmente, cambiando el tema.

—A Trimbel.

La mujer entrecerró los ojos, evaluándolo una vez más antes de asentir lentamente.

—Nosotros también. Si quieres, ven con nosotros. Con una ventisca como esta, aparecerán más guivernos, y con ese brazo... no durarías mucho.

Arthur lo pensó un momento y asintió. Guardó sus cosas y se preparó para caminar detrás de la mujer.

Pero ella lo miró.

—Sube. La caravana ya avanzó mucho. Si vas a pie, no la alcanzaremos.

Arthur se puso algo nervioso. Esa mujer lo intimidaba un poco. Aun así, subió al frente de ella, sintiéndose como un niño pequeño. La mujer lo acomodó frente a ella y tiró de las riendas del tigre para que corriera detrás de la caravana.

—¿Cómo te llamas? —preguntó.

—Arthur… Arthur Schopenhauer.

La mujer asintió.

Arthur quería preguntarle su nombre, aunque ya lo sabía, pero estaba indeciso. La mujer notó su incomodidad y sonrió.

—¿Vas incómodo? —Lo acercó más a ella, casi abrazándolo.

Arthur no sabía qué hacer. Nunca había estado tan cerca de una mujer. Era un joven de quince años, y aunque intentaba mantener la compostura, algunos pensamientos vergonzosos cruzaron su mente. Para distraerse, giró la cabeza hacia el majestuoso tigre de fuego que rugía suavemente bajo el peso de su jinete. El calor que emanaba era casi sofocante, incluso en medio del frío cortante del cañón. Sus ojos ardían como brasas vivas, y cada vez que exhalaba, el vapor que salía de sus fauces brillaba con un intenso tono anaranjado, como lava a punto de estallar.

Arthur, tratando de parecer casual, señaló al felino y preguntó:

—¿Dónde puedo conseguir un gato como este?

La mujer sonrió ligeramente, sus labios curvándose con una pizca de orgullo.

—En la Zona de Volcanes Llameantes —respondió, acariciando el pelaje incandescente del felino, que chisporroteaba con cada contacto.

Arthur frunció el ceño. Había leído sobre ese lugar, una región donde los ríos de magma fluían como serpientes ardientes y el aire mismo podía encenderse en llamas si se inhalaba con demasiada fuerza.

—¿Es muy peligroso? —preguntó, sin poder evitar imaginar las criaturas que habitarían un lugar así.

Ella asintió, sus ojos dorados reflejando las llamas de su montura.

—Solo puedes ir si eres rango Adamantita. Incluso los aventureros más veteranos suelen evitar esos territorios. El calor es insoportable, y las bestias que habitan allí son tan salvajes como el mismo fuego que las forjó.

Arthur tragó saliva, su mirada aún fija en el tigre, cuyas garras dejaban cicatrices humeantes en la nieve a cada paso.

—¿Y cómo haces que te siga? —preguntó, sin ocultar su curiosidad.

—No es cuestión de hacerlo seguir —respondió ella, con una mirada afilada—. Es cuestión de domarlo. Solo alguien con un control absoluto sobre su voluntad y el maná puede someter a una criatura así. Para eso necesitas a un hechicero especializado en la domesticación de bestias. Son escasos y caros... y a veces, incluso ellos mueren en el intento.

Arthur asintió lentamente, sintiendo cómo el calor del tigre le quemaba el rostro, aun a la distancia. Hasta la nieve bajo las patas del felino se derretía con cada pisada, dejando marcas negras y humeantes.

Mientras seguían avanzando, alcanzaron a la caravana principal. Un guardia se acercó, inclinando la cabeza con respeto.

—Señorita Miela, la señorita Carian desea descansar un momento.

Miela asintió, soltando las riendas ligeramente para que su montura se detuviera.

—Nos detendremos cerca de ese arroyo —respondió con firmeza, girando la cabeza hacia Arthur—. Será mejor que te prepares para una noche fría... aunque, para ti, ya debe ser costumbre.

Arthur soltó una risa nerviosa y asintió, sintiendo cómo el aire se hacía más denso a su alrededor, como si incluso la naturaleza reconociera el poder de aquella mujer y su temible montura.

La caravana se detuvo. Armaban carpas y fogatas. Arthur se apartó un poco, armó su carpa y encendió una fogata. Sacó un trozo de carne de guiverno. Nunca había comido una criatura así y tenía curiosidad.

En eso, una silueta apareció a su lado.

—¿Puedo comer también? —Era Miela.

Arthur tragó saliva.

—Por supuesto.

Ambos se sentaron junto al fuego, esperando que la carne estuviera lista.

Mientras la noche se cernía sobre el cañón y las sombras se alargaban sobre la nieve, el sonido crepitante del fuego rompía el silencio gélido, y el aroma de la carne asada llenaba el aire. El joven aventurero reflexionaba sobre su batalla reciente, consciente de que cada paso en ese mundo extraño lo acercaba tanto al peligro como a su propio destino.

Fin del capítulo.

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