Era una tarde tranquila dentro del Cañón de las Fauces. Un joven y una mujer compartían una comida alrededor de una fogata. El viento había dejado de soplar, la nieve se había detenido y, aunque el sol comenzaba a ocultarse, el ambiente seguía siendo cálido.
Arthur observaba cómo la carne se asaba. A su lado, Miela estaba sentada con los ojos cerrados, como si meditara. De pronto, abrió los ojos y habló con suavidad:
—Déjame ver tu brazo.
Arthur se sorprendió un momento, pero asintió. No voy a rechazar la ayuda de una persona... menos siendo la mujer más fuerte del reino.
Poco a poco, fue quitándose las vendas. Aunque había usado una poción de grado medio, apenas había logrado cerrar un par de heridas; su brazo estaba completamente destrozado.
Al verlo, Miela se sorprendió un poco.
—Esa carta de triunfo tuya debe ser muy poderosa para dejarte el brazo en ese estado.
Arthur solo sonrió y se rascó la cabeza, algo avergonzado. Miela colocó un dedo blanco como el jade sobre el brazo roto. Arthur recordó lo que el viejo del gremio le había dicho: Cuidado con quien investiga tu cuerpo.
Ella notó la vacilación en su rostro y sonrió levemente.
—Tranquilo —dijo—, solo inspeccionaré tu brazo.
Con un dedo sobre la piel destrozada del joven, cerró los ojos y una delgada hebra de luz se introdujo en su carne. Pasaron algunos minutos antes de que Miela abriera los ojos, un poco sorprendida. Lo miró fijamente y habló:
—Será mejor que no vuelvas a usar esa carta de triunfo.
Arthur frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Tu brazo está completamente roto. Hay residuos de un maná muy poderoso erosionándolo desde dentro. Sin retirar ese maná, no puedo curarlo.
Arthur guardó silencio, pensativo, y tras unos segundos asintió.
—Lo intentaré.
Adoptó una postura de meditación y empezó a concentrarse en el maná de su brazo. Sentía como si pequeños insectos mordieran su carne. Cuando logró percibir completamente el maná restante, comenzó a guiarlo hacia su núcleo. El dolor era tan insoportable que prefería morir en ese instante. El sudor lo bañó por completo, su rostro era un cuadro de sufrimiento absoluto. Miela lo observaba en silencio, con una mirada amable mezclada con un toque de pena.
Finalmente, después de un largo rato, Arthur abrió los ojos. Estaba empapado y sus ojos enrojecidos. Miela le prestó un pañuelo, y él se secó el sudor como pudo.
—Lo logré —dijo con voz ronca—. Retiré el maná. ¿Crees que ahora se pueda curar?
Miela sacó un papel con un símbolo antiguo, lo colocó sobre el brazo del joven y recitó una oración. En ese instante, una luz cubrió su brazo por completo y las heridas comenzaron a cerrarse a gran velocidad. En apenas cinco minutos, estaba completamente curado.
Arthur miró a Miela y sonrió.
—Gracias.
La mujer solo le sonrió levemente.
—No me lo agradezcas. Me lo pagarás con la carne que estás cocinando.
Arthur soltó una risa.
—Claro.
Aunque aún se sentía algo nervioso, en ese momento, Miela ya no parecía la mujer más fuerte del reino, sino alguien amable y humana, con una leve sonrisa que suavizaba su presencia imponente.
Tras terminar de comer, Miela se puso de pie, sacudiendo ligeramente su capa para quitarle la nieve. Miró a Arthur con una mezcla de seriedad y una pequeña chispa de diversión en los ojos.
—Mañana partiremos temprano. No te quedes dormido o te dejaremos atrás —advirtió, antes de girarse hacia su lujoso carruaje—. Buenas noches.
Arthur la observó alejarse, el crujido de la nieve marcando cada paso firme que daba. Cuando finalmente desapareció en la oscuridad, el joven se recostó junto a la fogata, masticando una pierna de guiverno con el cabello despeinado como un cavernícola. Una pequeña sonrisa se dibujó en su rostro.
¿Será que soy muy guapo?
**
A la mañana siguiente, la caravana partió temprano. Esta vez, Arthur se encontró con Lark, quien lo subió a su caballo negro sin decir palabra. Mientras avanzaban, el sonido de los cascos rompiendo la nieve acompañaba sus pensamientos.
Lark lo miró de reojo, con una media sonrisa en los labios.
—Escuché que montaste el tigre de la señorita Miela y que además comieron juntos. ¿Es verdad?
Arthur infló el pecho con algo de orgullo y sonrió.
—Es verdad. Este joven filósofo también tiene su encanto.
Lark soltó una carcajada, dándole una fuerte palmada en el hombro.
—Cuidado, galán. Las rosas tienen espinas.
Arthur lo pensó por un momento y asintió, recordando la mirada afilada de Miela cuando lo evaluó por primera vez.
—Sí... también me dio esa impresión cuando la conocí.
—Bueno, galán —añadió Lark, con una sonrisa burlona—. Si logras conquistarla, te invito una cerveza.
Ambos rieron, el sonido de sus risas mezclándose con el crujir de la nieve bajo los cascos del caballo.
Mientras tanto, dentro del carruaje lujoso, la joven señorita de la familia Styla bebía su té tranquilamente. Frente a ella, Miela sostenía otra taza, sus ojos fijos en el paisaje que pasaba lentamente al otro lado de la ventana.
Carian la observó en silencio durante unos segundos antes de hablar.
—Escuché que te quedaste atrás para recoger a un joven. ¿Es verdad?
Miela asintió, sin apartar la vista del exterior.
—Es raro que te preocupes por alguien de esa forma... y más si es un extraño. ¿Qué tiene de especial ese joven?
Miela suspiró suavemente, bajando un poco la mirada a su taza de té, como si los recuerdos le pesaran.
—Nada en particular —respondió—. Solo me recordó a mí cuando aún era débil.
Carian parpadeó, sorprendida. Nunca había visto a Miela con una expresión tan suave, casi nostálgica.
—Ya veo —murmuró, esbozando una leve sonrisa—. Cuando lleguemos, iré a conocerlo.
En ese momento, un grito rompió el silencio del carruaje. Un guardia, con el rostro pálido y los ojos desorbitados, señaló al cielo mientras desenfundaba su espada.
—¡Peligro! ¡Dragones de hielo a la vista!
Miela salió del carruaje de un salto, su capa ondeando como el ala de un ave de presa. Alzó la vista y entrecerró los ojos, enfocándose en dos enormes sombras que descendían rápidamente desde las alturas. Eran dos dragones de hielo, sus cuerpos cubiertos de escamas cristalinas que reflejaban la luz como miles de cuchillas. Cada uno de sus movimientos hacía crujir el aire, y sus alas creaban ventiscas a cada aleteo, congelando todo a su paso. En sus frentes, cuatro luces brillaban como siniestros faros de destrucción.
Bestias de Cuatro Coronas… y son dos...
El suelo tembló cuando las bestias aterrizaron, agrietando la nieve bajo sus garras y llenando el aire con un rugido que parecía un alud. La temperatura cayó instantáneamente, y una niebla helada comenzó a extenderse, cubriendo el suelo como un velo mortal.
De inmediato, los guerreros tomaron posición, formando un semicírculo alrededor del carruaje. Las lanzas temblaban en sus manos, y sus respiraciones se convertían en niebla mientras el frío se hacía insoportable. Miela desenvainó su espada, y su hoja reluciente estalló en una luz dorada que atravesó la tormenta de nieve, iluminando el campo de batalla como un faro en la oscuridad.
Un dragón se lanzó hacia el carruaje con las fauces abiertas, pero Miela reaccionó con velocidad sobrehumana, levantando su espada y trazando un corte limpio en el aire.
—¡Corte celestial!
El filo de su espada liberó un haz de luz que atravesó el aire como un relámpago, golpeando al dragón directamente en el pecho y obligándolo a retroceder con un rugido de dolor. Escamas heladas volaron en todas direcciones, y el hielo se agrietó bajo las garras del monstruo.
Arthur observaba desde atrás, sintiendo cómo su corazón latía con tanta fuerza que apenas podía pensar. Sabía que contra esas bestias no tenía ninguna oportunidad. Sus manos temblaban al sostener a Filo del Alba y Filo del Ocaso, las espadas vibrando con la intensidad de su propio miedo.
El segundo dragón cargó hacia el carruaje, su aliento helado envolviendo a los guerreros más cercanos, cuyos cuerpos se congelaron al instante. Miela no tuvo tiempo de reaccionar. Con un grito feroz, se lanzó hacia la bestia, cortando su ala izquierda con un movimiento preciso. Las escamas se rompieron como cristales, y una lluvia de sangre azul oscura salpicó la nieve.
Pero el primer dragón no había sido derrotado. Con un rugido, se lanzó de nuevo hacia el carruaje, sus fauces abiertas listas para destruir todo a su paso. Miela, exhausta y con su maná casi agotado, tropezó. Sus rodillas tocaron la nieve, y por primera vez, su mirada reflejó una sombra de desesperación. No tenía fuerzas para bloquear el siguiente ataque.
En ese momento, sintió un poder abrumador a su espalda.
Arthur, que había visto todo, no dudó. Corrió hacia el frente, sintiendo cómo sus huesos comenzaban a romperse bajo la presión de su propio maná. Su respiración se tornó irregular, y sus músculos parecían estar a punto de desgarrarse, pero no se detuvo.
Si no puedo matarlos… al menos puedo hacerlos huir.
Empuñó a Filo del Alba y Filo del Ocaso con ambas manos. Las hojas comenzaron a brillar, una con un resplandor estelar y la otra con una oscuridad antinatural que parecía devorar la luz a su alrededor. El aire a su alrededor se volvió más denso, cargado de una energía tan intensa que hasta la nieve a sus pies comenzó a derretirse.
Cuando todo estuvo cargado, soltó un grito desgarrador:
—¡Corte Profano!
Dos cuchillas siniestras volaron hacia los dragones, más grandes y densas que nunca. El impacto fue brutal. Las hojas atravesaron las escamas de las bestias, rompiendo huesos y desgarrando carne. El dragón más cercano soltó un alarido que sacudió el aire, retrocediendo con una enorme herida cruzada en el pecho. Su compañero, viendo la carnicería, soltó un rugido de desesperación y batió sus alas, lanzándose al cielo.
Ambos dragones, heridos y atemorizados, emprendieron la retirada, dejando una estela de sangre que se evaporaba en el aire helado.
Arthur se tambaleó, soltando sus espadas. Sus brazos colgaban inertes, y la sangre brotaba de sus heridas como pequeños ríos carmesí. Miela, apenas recuperando el aliento, se lanzó hacia él, atrapándolo antes de que cayera.
Carian descendió del carruaje, sus ojos serios mientras se acercaba al joven ensangrentado. Sin dudarlo, miró a Miela y dio una orden firme:
—Llévalo dentro.
Así, la caravana avanzó lentamente, dejando atrás las marcas de la batalla, con el destino de Arthur tan incierto como siempre.
Fin del capítulo.