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Chapter 44 - Entre Tormentas y Meditaciones

El invierno era crudo en el mundo de Lost. A veces soplaba un viento gélido que helaba los huesos; otras, cuchillas congeladas cortaban la carne en medio de una tormenta. La comida era escasa y la leña mojada apenas ardía.

En una cueva oscura y húmeda, un joven se refugiaba de la tormenta. Apenas logró encender una hoguera. Sacó una carpa y unas mantas de una bolsa extraña, junto con una olla y un trozo de carne con el que prepararía una sopa caliente. Mientras todo se cocinaba, tomó un pequeño libro de la bolsa con un título peculiar:

"Control del maná"

Lo abrió y se sumergió en la lectura.

Control del Maná

Saber controlar el maná es algo indispensable para los guerreros. Para cada habilidad, hechizo o alquimia se necesita maná. A los niños, desde muy pequeños, se les enseña a sentirlo y controlarlo, pero hay una gran brecha entre un niño que apenas aprendió a manipularlo y un veterano con años de experiencia.

Primero: se le debe enseñar a sentir el maná.

Segundo: Controlarlo a voluntad.

Con el tiempo se vuelve algo tan natural como respirar. El cuerpo, automáticamente, absorbe maná cuando el niño entra en meditación y lo distribuye desde su fuente hacia todo su cuerpo.

Práctica para sentir el maná: cerrar los ojos en una postura cómoda y meditar, tratando de percibir todas las energías a tu alrededor y en tu interior.

Práctica para controlar el maná: una vez que sientas el maná, imaginar una corriente que fluye a través de todo tu cuerpo.

Arthur cerró el libro y pensó por un momento:

Debo entender mi propio estado antes de buscar una solución…

Cerrando los ojos, se colocó en una postura meditativa e intentó percibir las energías a su alrededor.

Pasó una hora. El crujido de la hoguera, el goteo constante del agua de la cueva y el viento silbando en la entrada llenaban el silencio. Cuando abrió los ojos, solo sintió una leve punzada de frustración. No había logrado nada.

Se levantó lentamente, estirando los músculos entumecidos, y sirvió un poco de sopa en su cuenco. Al ver el trozo de carne flotando en el líquido caliente, un frío distinto recorrió su espalda. Sin querer, recordó los cuerpos de Saline, Lantón y el Sabueso. Las imágenes de la sangre, las miradas desesperadas y las respiraciones finales aparecieron en su mente como fantasmas. Sintió un sabor amargo en la boca y, sin poder evitarlo, se giró hacia un costado y vomitó.

Se apoyó contra la pared fría de la cueva, respirando con dificultad. Se limpió la boca con la manga de su capa y trató de calmarse. Pero su mente seguía torturándolo con preguntas incómodas:

¿Realmente era necesario matarlos? ¿No me estoy convirtiendo en lo mismo que ellos?

Los pensamientos lo asediaban sin descanso.

¿Quién tiene la razón en este mundo donde los fuertes hacen lo que quieren y los débiles solo intentan sobrevivir? Si ellos eran monstruos por pisotear a los más débiles… ¿Entonces qué soy yo por hacer lo mismo con ellos?

Finalmente, tomó aire, se obligó a enderezarse y regresó a la hoguera. Se sirvió otro cuenco de sopa y, aunque le costó, se obligó a comer.

Después de terminar, se sentó frente a la pequeña fogata y volvió a meditar. Esta vez, trató de vaciar su mente y dejar que las energías fluyeran a su alrededor.

Pasaron dos horas.

En algún momento, una leve sensación recorrió su cuerpo, como si estuviera sumergido en agua. Sintió corrientes de energía fluir a su alrededor y hacia su cuerpo, aunque apenas las percibía. Se concentró aún más, empujando su mente al límite, y logró distinguir un pequeño vórtice dentro de él. Era como una galaxia diminuta, girando lentamente en el centro de su pecho. En su núcleo, un orbe blanco pálido parecía devorar todo lo que lo rodeaba, como un agujero negro… pero brillante.

El descubrimiento lo emocionó y asustó a la vez. ¿Es esto mi núcleo? ¿Lo que me mantiene con vida y también lo que me destruirá algún día?

Sin darse cuenta, empezó a perder fuerzas. Sus pensamientos se volvían lentos y borrosos. Cuando estuvo a punto de desmayarse, rompió la meditación y se dejó caer sobre su manta. Con el último rastro de conciencia, susurró:

Debo entender este núcleo si quiero sobrevivir…

Se quedó dormido, mientras la tormenta afuera seguía aullando.

Por la mañana, se levantó con un fuerte dolor de cabeza. Guardó sus cosas en la extraña bolsa y se dispuso a salir de la cueva para seguir su camino.

Hacía una semana que había salido de Lacos. Para llegar a la ciudad de Trimbel debía atravesar tres zonas peligrosas: primero el Cañón de las Fauces, luego el Bosque Sombrío y, por último, la Mina Lunar.

Según el mapa, estaba a dos días del cañón.

Mientras avanzaba por el camino, de vez en cuando pasaban caravanas de mercaderes, pero aunque él intentaba detenerlas, ninguna se detenía. Cuando estaba a un día de llegar al cañón, un carruaje lujoso pasó cerca de él, escoltado por diez personas.

Arthur quedó sorprendido, pues los hombres montaban bestias de todo tipo: leones, tigres, lobos y caballos con melenas llameantes. Al frente del grupo iba una mujer hermosa, con un porte heroico. Tenía el cabello rojo intenso y una armadura blanca con detalles plateados y dorados.

Arthur quedó embelesado al verla. Era como esas mujeres fuertes que solía leer en sus novelas. Le gustaban ese tipo de personajes. Siempre se imaginó siendo el protagonista que conquistaba el corazón de damas como ella.

La mujer ni lo notó, o simplemente lo ignoró. Cuando la caravana estaba a punto de desaparecer de su vista, un hombre fornido, de unos cuarenta años, que iba al final del grupo, lo llamó:

—¡Joven! ¿Necesitas que te llevemos?

Arthur corrió sin pensarlo demasiado y asintió. El hombre hizo espacio en su corcel oscuro como la tinta. Arthur se subió, notando que esos caballos eran mucho más grandes que los de su mundo.

El hombre lo miró y dijo:

—Me llamo Lark. Mucho gusto.

Arthur le tendió la mano y respondió:

—Soy Arthur… pero puedes llamarme joven filósofo.

—Bien, joven filósofo. ¿A dónde te diriges?

—Voy al Cañón de las Fauces —contestó el muchacho.

El hombre lo miró sorprendido.

—¿Vas solo al cañón?

Arthur asintió.

—Es muy peligroso andar solo por ahí, muchacho. Hay muchas bestias fuertes.

Arthur sacó su placa de plata y la mostró.

—Soy aventurero de plata. Creo que si sigo el camino y no me desvío, puedo cruzarlo bien solo.

Lark soltó una carcajada.

—Me caes bien, joven. Hay que tener valentía hoy en día para ser aventurero a tu edad. No pareces tener más de dieciocho y ya eres rango plata, jaja.

La caravana avanzaba lentamente. El sol empezaba a esconderse. El destino lanzaba sus dados, y las piezas comenzaban a encajar poco a poco en su tablero.

Me preguntaba si alguna vez podría cambiar este mundo... pero ahora, apenas puedo evitar que él me cambie a mí.

Fin del capítulo.

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