—¡Hola! ¡Ultra Súper Omega Plus System al habla!
El anuncio resonó como si fuera una transmisión oficial desde algún plano celestial… o infernal. Lo miré de reojo. No, más bien infernal.
—¡Sippy! —exclamó el bebé con emoción, señalándolo con una manita feliz.
—Sippy al habla —corrigió la esfera flotante con rapidez, casi ofendido. Luego, con voz de presentador de reality, continuó—: El capítulo de hoy… ¡La batalla del sonido! ¿Yuzato por fin demostrará por qué se llama a sí mismo héroe? ¿O acaso seguirá siendo el inútil de siempre? ¡No hagan apuestas, la respuesta es obvia!
Resoplé, rodando los ojos con una mezcla de desprecio y resignación.
—¿Estilo? ¿Este demonio quiere que peleemos con estilo?
Pasé la mano por mi frente, empujando hacia atrás mi rebelde cabellera. Un brillo perfecto surgió en el movimiento, uno tan puro, tan resplandeciente, que por un segundo juré que el mismísimo castillo del rey quedó opacado por mi presencia. Increíble, pensé. Realmente soy un espectáculo visual.
—¡AHORA ELIJAN SU INSTRUMENTO! —bramó el rey desde su trono— ¡SACIEN LA SED DE RITMO DEL INFIERNO!
Entonces, como una maldita burla personal, el sistema volvió a flotar frente a mí, esta vez con un letrero enorme que titilaba con luces rojas y doradas:
"¡No quedes en ridículo, al menos hoy!"
—¿Perder? ¿Sed de ritmo?
Lentamente metí la mano dentro de la pechera de mi armadura. El calor infernal se sentía más intenso, pero nada podía compararse con la energía que estaba a punto de liberar. Al cerrar mis dedos sobre aquel objeto tan preciado, sentí cómo el universo me sonreía.
—Imposible perder.
Con solemnidad, saqué mi gloriosa armónica. La levanté alto, tan alto que si el sol hubiera podido verla, se habría avergonzado de su escasa intensidad. Mi armónica brillaba con un fulgor épico, marcando el inicio de una leyenda. Inspiré hondo.
—Si el infierno quiere oírme... entonces será mejor que soporten mi crechendo.
Los gritos de los demonios no tardaron en llenar el ambiente, retumbando como tambores en un festival. El escenario era mío. El héroe que, contra toda lógica y decencia, había tenido los suficientes huevos como para retar al Rey en su propio terreno… y, spoiler, derrotarlo.
Una voz se alzó entre el rugido del público.
—¿Los demonios pueden interrumpir?
Se escuchó relajada, como si nada de esto le sorprendiera.
—No deberían —respondió el rey sin dudar.
—Bien.
Un simple chasquido de dedos fue suficiente para transformar por completo el escenario. El suelo comenzó a reformarse como si respondiera directamente a su voluntad. Los restos viscosos que una vez fueron picos infernales, derretidos por las travesuras del bebé, se alzaron como muros improvisados, rodeando el espacio como si fueran bardas de seguridad hechas a medida.
—Lúcete, cariño —susurró con una media sonrisa, moviendo la mano con la misma delicadeza con la que se lanza una bendición.
Y ahí estaba yo. Rodeado por muros, demonios sedientos de ritmo, un sistema burlón y un rey con puños llameantes.
Solo había un camino.
Hacerlos vibrar con mi maldito solo de armónica.
Caminé lentamente hacia el escenario. Mis pasos resonaban con firmeza mientras mis ojos no se despegaban de mi objetivo. A los costados, demonios de formas y tamaños variados extendían sus manos más allá de las barreras de seguridad. Algunos llevaban prendas hechas de piel curtida, otros simplemente su propia piel marcada por cicatrices que contaban historias que no quería escuchar. Todos buscaban lo mismo: un gesto mío, un toque, una firma.
Una sonrisa cruzó mis labios al ver sus expresiones extasiadas. Mi pluma apareció de la nada, danzando entre mis dedos como si fuera mi legendaria espada. La sujeté con la delicadeza de un artista y la hice girar en el aire antes de posar su punta sobre una superficie improvisada. Me sentía invencible. Solo me faltaban mis increíbles lentes para completar la imagen. Ah, claro… el mocoso los tiene.
Una voz retumbó como un trueno desde lo alto del trono.
—¡ELIGE TU ARMA!
Lentamente, alcé un dedo frente a mis labios.
—Shhh… ¿Quieres escuchar a los dioses cantar?
No necesitaba un arma. El ritmo me invadía, fluía desde mi pecho hasta mis extremidades. Empecé con un solo sencillo, nada espectacular, solo lo suficiente para marcar el tono. Yo era la melodía y el infierno, mi escenario. Cada nota que tocaba arrancaba el asombro de los rostros que se giraban hacia mí, pasmados.
Un nuevo ser subió al escenario. Su energía era distinta. Mientras el rey se distraía, aprovechó para afinar su guitarra eléctrica con la precisión de un guerrero afilando su espada. Lo observé con atención.
Un réquiem se dibujó en mis labios. Las notas surgieron como susurros eternos, una melodía hermosa que brotaba sin esfuerzo, tan intensa que mis lágrimas comenzaron a caer sin control. No era tristeza. Era belleza pura.
Entonces, un simple acorde resonó a mi lado. Escuché unas pisadas marcando el ritmo con arrogancia.
—Humano… eres el mejor —declaró.
Guardé silencio un momento. Después detuve mi interpretación, bajando la mirada con humildad fingida.
—Lo sé… —musité con una sonrisa confiada—. Pero tú… tú no lo haces nada, nada bien. Tus notas falsas me dan sueño. ¿Qué te parece si tratas de animar a los muertos?
—Es mi estilo.
El siguiente acorde que tocó fue brutal. Largo, explosivo, lleno de energía. El castillo tembló. Una onda expansiva recorrió la sala y dejó a todos boquiabiertos. Era bueno, debía admitirlo. Pero eso no significaba que pudiera vencerme.
Me detuve de nuevo, sintiendo como si el mundo a mi alrededor comenzara a empequeñecerse. Todo giraba lento. Como si mi música estuviera siendo eclipsada.
Frente a mí, su guitarra comenzó a cantar de verdad. El público rugía, el sudor resbalaba por su frente, y yo... simplemente estaba en medio de su camino. Una nota aguda cortó el aire como una cuchilla. Me miró fijamente, alzó la mano y golpeó su guitarra con fuerza.
El impacto me lanzó por los aires.
Mientras volaba, escuché un nuevo ritmo. Palmas firmes marcaban el compás. Desde la multitud, una voz cargada de autoridad se alzó por encima del estruendo.
—Música infernal, Yuzato… no ridiculeces.
Otra voz, más suave, más molesta, pero igual de familiar, murmuró con frustración.
—Si pudieras escucharme, tal vez me ayudarías mucho a dejarle en claro que es un idiota.
Un objeto brillante apareció en el aire. Un sonajero. La criatura más joven en el lugar, esa pequeña con cara de travesura, lo sostenía en alto como si fuera un cetro. Lo puso de cabeza con una sonrisa inocente, y sin decir una palabra, lo lanzó con fuerza de vuelta hacia el escenario… justo hacia mí.
Así era mi vida. Así era mi escenario.
Y aún no había terminado de tocar.
Mis manos temblaban. Apenas podía sostener la armónica mientras la volvía a colocar entre mis labios. El demonio ya no me prestaba atención. Estaba demasiado ocupado disfrutando de la gloria, y el público… oh, el público gritaba su nombre. ¿Cómo se llamaba? ¡¿Qué más da?! ¡El protagonista aquí soy yo!
Inspiré hondo. Las luces no me miraban, los gritos no eran para mí, pero me levanté igual. El escenario es mío mientras yo lo diga. Mis pasos crujieron contra la tarima mientras me alzaba otra vez, decidido a robarle todas las miradas.
Pero sus acordes…
Cada uno era más fuerte, más afilado. Las ondas de choque que salían de sus dedos eran visibles ya, pulsando el aire, sacudiendo el escenario y empujándome hacia atrás con brutal elegancia. El castillo entero parecía temblar. El ruido era ensordecedor, estruendoso, apabullante…
Y maravilloso.
—¡Más fuerte! —grité con una sonrisa temblorosa.
Tomé una bocanada de aire. Algo crujió dentro de mí. Ignoré el dolor, clavé los pies con firmeza sobre el escenario como si pudiera arraigarme a él, resistir. Las luces ya no me buscaban. Me habían abandonado, dejándome solo en la oscuridad.
El sudor me caía por la frente, empapándome los párpados. Su ritmo era constante. Su talento… innegable. Puro. Real.
Y por primera vez, lo dudé.
¿El mío también lo era?
—¡PUEDO HACERLO!
Apreté mi armónica con ambas manos. Era todo lo que tenía. Mi última arma. Mis dedos se tensaron, el crujido volvió… más fuerte. Entonces, simplemente, cedió. Se partió en mis manos como si hubiera llegado al final de su vida. Me quedé quieto. Sin nada.
Un escenario que pedía una melodía. Una, solo una, capaz de hacer arder el mismísimo infierno.
Desde la tribuna, el aplauso persistía. Pero no era para mí.
Un par de ojos me observaron fijamente, todavía marcando el ritmo con palmas seguras.
—¿Es todo? —preguntó con sorna.
Raphtylf Se puso de pie. Con elegancia se acercó al trono y dejó al niño en brazos del rey.
—Sostenlo un momento.
Y luego, casi como si la conversación fuera una simple formalidad, lanzó la pregunta.
—Ah, por cierto… ¿sabes quién es el niño?
El rey sonrió, una mueca enorme y brillante que parecía reflejar el fuego mismo del inframundo.
—¡Un pequeño que sabe que es el momento de ver nacer a la estrella del infierno!
Y el infame bebé fue levantado por encima de la cabeza del rey como si de un símbolo sagrado se tratara. El público rugía.
¿Qué se supone que haga ahora?
Miré a mi alrededor. Nada. Nada. ¿Cómo se supone que gane esto sin nada en las manos?
Y entonces llegó la frase que cambió todo.
—Y así es como sellaremos nuestro matrimonio.
Vi su mano moverse lentamente. Una joya centelleó en su dedo. Un anillo de compromiso. Pero lo extraño fue lo que vino después.
Mi mano… replicó su movimiento.
No me di cuenta. No en ese momento. Pero algo tiró de mí. Como si el destino se burlara.
El pánico me invadió.
—¡YUZATO! —gritó.
Y en un movimiento veloz, una de las guitarras del rey voló por el aire… directo hacia mí.
La guitarra cayó justo frente a mí, rechinando contra el suelo ardiente. La tomé con manos temblorosas, aún jadeando por todo lo que había pasado. Alcé la vista, sin poder ocultar el desconcierto.
—¿Y esto qué se supone que es?
Una sonrisa radiante me recibió, como si la respuesta fuera obvia.
—Tu victoria.
Simuló un acorde en el aire, como si la nada misma fuera un instrumento celestial. Luego giró hacia el trono y alzó la voz.
—Dime, rey... ¿ese demonio es importante?
El monarca rugió de la risa, la corona tambaleándose con cada carcajada.
—¡Mientras el ritmo esté en su corazón, es lo más importante del mundo!
—¡Entonces lo mismo aplica para Yuzato!
Una explosión de luz brotó de sus ojos, y al instante, un par de alas gloriosas se desplegaron
con un aleteo ensordecedor. Un aura eléctrica rodeó su cuerpo mientras comenzaba a tocar su guitarra invisible. Cada nota imaginaria vibraba en el aire… y mi cuerpo, por voluntad ajena, comenzó a moverse al compás.
Mis dedos se deslizaron sobre las cuerdas de la guitarra real. No era yo. No lo controlaba.
—¿Qué... qué es esto?
—¡Déjate llevar!
Sus movimientos eran salvajes, grandiosos, como si estuviera invocando a los mismos dioses del rock. A cada gesto suyo, mi cuerpo lo imitaba. Como si mi alma hubiera sido sincronizada con la suya. Como si yo... no fuera más que una extensión de su concierto.
Las luces regresaron a mí, como mariposas volviendo a su flor. El escenario resplandeció. El ritmo empezó a fluir desde mi guitarra como un río liberado tras siglos de contención. El aire se cargó de electricidad, el suelo vibraba bajo mis pies.
El público enloqueció.
Una ola ensordecedora de vítores estalló en todo el castillo. Mi nombre, coreado una y otra vez, como si fuera un cántico tribal que invocaba un renacer. Mis piernas empezaron a moverse por cuenta propia, mis caderas se balanceaban al ritmo, mis hombros se mecían como si el infierno tuviera su propia danza. El bebé en brazos del rey gritaba como un demonio poseído, sumándose a la energía desbordante. De su pequeño cuerpo emanó una oscuridad densa que absorbía toda luz innecesaria, enfocándola solo en nosotros.
Los ríos de lava, antes violentos y erráticos, comenzaron a bailar sobre el escenario, formando espirales de fuego que giraban a nuestro alrededor. Entonces, el suelo crujió con un estruendo colosal. El escenario se abrió en dos, dejándonos en extremos opuestos. Y del abismo emergió una nueva figura, tambor en mano, envuelta en sombras y brillos metálicos.
El ritmo de la batería se unió al nuestro con una potencia abrumadora. El infierno rugía al compás.
Perdía el equilibrio, pero no el ritmo. Mis manos se mantenían aferradas a la guitarra, aunque mis piernas temblaban. Apoyé todo mi cuerpo en el ritmo: piernas, torso, cuello… cada parte de mí se convirtió en instrumento. Mis movimientos eran precisos, salvajes, intensos. Me sentía... imparable.
Pero entonces lo vi.
Mi rival.
El demonio a mi lado no pestañeaba. Ni una mueca. Ni un temblor. Tocaba con la misma calma que un dios indiferente a los mortales.
Y al público... le fascinaba.
Empezó a acelerar. Sus dedos se desdibujaron por la velocidad. Las notas eran tan perfectas que parecía haber invocado un fragmento del cielo en el corazón del infierno. El suelo temblaba con cada compás, la lava danzaba sobre él y caía sobre mí, derritiendo mi armadura como si fuera papel. El calor era agónico.
Y aún así…
—¡ME NIEGO!
Mi grito retumbó como una explosión. Era mi alma hablando.
—¡HAGAMOS RUIDO!
Desde el otro extremo, una voz poderosa se alzó. Un brazo se extendió hacia el cielo con furia, desatando un clímax que parecía rasgar el mismísimo tejido del inframundo. Las alas se extendieron aún más, y desde el trono, el bebé reaccionó como si también tocara en la banda. Su energía se mezcló con la nuestra, creando un espectáculo de luces tan deslumbrante que los demonios enloquecieron.
El infierno vibraba, palpitaba, respiraba con nosotros.
Y en ese momento… no éramos humanos, ni demonios.
Éramos leyendas.
—¡VOY A GANAR!
Mi grito atravesó la escena como un rayo divino. En ese mismo instante, destellos eléctricos chispearon en mis ojos. Mis manos no tocaban las cuerdas: las desgarraban. El estruendo de mi guitarra se alzó como una tormenta, haciendo vibrar los pilares del infierno y arrancando gritos que se elevaban como llamas al cielo.
La lava que antes me quemaba... ahora se evaporaba antes de tocarme.
Mi armadura, hecha trizas por el poder de la música, se desprendía en pedazos hasta mostrar algo más profundo: la esencia de mi alma. Desnudo ante el escenario, me convertí en lo que realmente soy. El foco me iluminó como a una leyenda renacida. Y ahí estaba él… ese acosador demoníaco sexy, brillando con sus alas abiertas, siguiéndome como mi sombra, como mi compañero, como... mi Deus Ex Machina definitivo.
—¡¡HELL YEAH!!
El rey se puso de pie, sus ojos desorbitados, su voz rugiendo como un dragón poseído por el heavy metal. Sus súbditos lo imitaron, chillando hasta romper sus propias gargantas. El infierno vibraba con cada acorde. Esto no era solo música… era guerra. Era arte. Era mi declaración de existencia.
Miré al público. Mis ojos ardían. Cada mirada era mía. Cada demonio, testigo de mi ascenso.
—¡AHORA ES MI TURNO!
Mi rival comenzó a retroceder. El ritmo le temblaba. La batería quedó fuera de combate. Solo quedábamos yo… y mi fuego. El aire se volvió denso. Cada nota era un cuchillo que cortaba la realidad. Y entonces…
Silencio.
Un último acorde flotó en el aire, eterno.
Dejé caer la guitarra. Mis piernas cedieron. El sudor me cegaba, pero no caí. Porque ahí estaba él.
Raphtylf.
Me abrazó de frente, fuerte, firme, sin una sola palabra innecesaria.
Lo permitiré… solo esta vez.
—Gracias por la ayuda.
—De nada… sí que eres inútil, amorcito.
Me reí entre jadeos. Él también. El público seguía en shock.
Entonces, una sombra se alzó al borde del escenario. Majestuosa. Imponente.
El rey.
—¡YUZATO HYRAGA!
Me puse de pie con lo que me quedaba de orgullo. Lo miré directo a sus cuatro ojos.
—A sus órdenes.
—Espero que estés preparado… para la siguiente batalla.
Una sonrisa torcida se dibujó en mi rostro.
—Vas a morder el suelo, Rey. Y todos verán que un humano… puede derrotar al infierno.
—Eso quería escuchar.
Chasqueó los dedos.
La luz desapareció.
Todo quedó sumido en sombras, excepto un ritmo... un golpe... un paso.
Desde la oscuridad emergió una figura. Su presencia aplastaba. Su cuerpo tallado por el ritmo. Su alma encendida por el fuego del espectáculo. Y entonces lo vi.
—¿Qué...?
La figura comenzó a moverse.
Un paso. Luego otro. Y de pronto…
¡Moonwalk infernal!
El suelo detrás de él ardía con cada desplazamiento. Su rastro exhalaba llamas, el aire crujía a su alrededor. ¡El mundo se rompía con cada movimiento! El infierno no era su prisión: era su pista de baile.
—¡¿Estás listo?!
No pestañeé. Mi corazón latía como una batería desbocada.
—¡JA! ¡VAS A LLORAR!