Cherreads

Chapter 11 - ¡Caos con Estilo!

Humanos y demonios. Dos caras de la misma moneda… y no sólo en sentido literal. Filosóficamente hablando, también lo somos. Siempre, de algún modo u otro, terminamos conectándonos. Incluso yo lo hice. Varias veces.

Aunque… a veces era increíblemente aburrido.

Entiendo que muchos se esfuerzan al máximo, que algunos nacen con el poder grabado en la piel como una marca divina. Pero, ¿por qué todos parecen buscar lo mismo? ¿Ser héroes? ¿Derrotar demonios? ¿Domar un dragón, quizás? ¡¿Por qué?! Hay cosas mucho más interesantes allá afuera. Mucho más estimulantes que seguir un guion que todos parecen repetir sin cuestionarlo.

Siempre encuentran la manera de entrar al infierno. Siempre. Y siempre ocurre lo mismo.

Llegan. Gritan. Golpean demonios. Aparece uno de los cinco reyes. Lo enfrentan. Son derrotados… o a veces ganan. ¿Y ya? ¿Eso es todo?

El infierno se ve desde la superficie como una prisión de pesadilla. Un lugar al que los humanos temen y los demonios, supuestamente, estamos obligados a resistir. Un sitio moldeado por la rabia y el castigo, con un propósito tan claro como miserable: contenernos. Encerrarnos.

Pero la verdad es otra.

Algunos demonios, sí, sueñan con volver a la Tierra. Volver a lo que una vez fue su hogar. Es triste… pero comprensible.

Y luego estamos los otros. Los que amamos este sitio como se ama el ruido del tambor que marca el inicio del caos. Este mundo de sombras es libertad pura. Caos sin reglas. Como el arte, la música, el ritmo desenfrenado. ¡Y sobre todo, el estilo! ¿Qué clase de rey obligaría a sus súbditos a conquistar? ¿Qué clase de rey se atrevería a negar el latido del corazón de su gente?

Este lugar nos pertenece. Y es nuestro destino… ¡hacer de todo esto un gran espectáculo! ¡Un show eterno!

Aquí cualquiera puede hacer lo que quiera. Retarme, por ejemplo. ¡Claro que sí! Estoy más que feliz de aceptar una derrota, si eso significa encontrar a mi sucesor. Al aprendiz perfecto del twerk infernal.

Lo que nunca esperé… fue que un humano tomara en serio el deseo de este rey.

¡Y ese humano eres tú… Yuzato Hyraga!

¡El único que ha estado dispuesto a apostar su alma en la batalla de las tinieblas!

—¿Apostar? —mis labios se curvaron en una sonrisa decidida mientras clavaba la mirada en el centro del caos—. Ten por seguro que yo ganaré.

—¡Entonces, demuéstralo!

El ambiente vibró con su voz. Como si el propio infierno contuviera el aliento.

Una figura se acercó por detrás. Sentí la presión de sus dedos cediendo al fin en mis hombros. Me soltó.

Se aproximó al rey, sin decir palabra, y le hizo una simple seña hacia el bebé que aún permanecía en brazos de aquella criatura infernal. Para mi sorpresa, él lo entregó sin oponer resistencia. Sus movimientos fueron ligeros, como si se tratara de una ceremonia pactada desde antes del tiempo.

Y mientras se alejaba rumbo a los asientos VIP, lanzó una última frase que me atravesó con más fuerza que cualquier golpe:

—No pierdas, cariño… Me debes una. Y ya sé cómo vas a pagarla.

No supe si reír o preocuparme.

Pero en ese momento, sólo una cosa era segura: no pensaba perder.

—Aceptaré... casi... una... algo aceptaré...

Ni siquiera yo sabía qué estaba diciendo. Las palabras salían arrastradas por la adrenalina, por el vértigo de estar frente a ese ser completamente desquiciado. Y sin embargo… algo dentro de mí latía con fuerza. Algo que gritaba que esto era lo correcto.

—Me basta con eso —susurró desde su lugar, justo antes de dejarse caer con elegancia en uno de los asientos, como si supiera que la historia ya estaba escrita.

Una carcajada inesperada estalló más allá del eco.

—Oye, bebé cósmico… —una mirada ladeada cargada de malicia se deslizó hacia la pequeña criatura que flotaba con esa sonrisa traviesa e inentendible—. Prepara la pista para papi número tres y el Rey.

Entonces el infierno… vibró.

El bebé comenzó a aplaudir suavemente contra sus piernas, palmas pequeñas que golpeaban con ritmo creciente, mientras una risa aguda, casi contagiosa, se elevaba como una sinfonía caótica. El suelo tembló, y el escenario entero comenzó a volar.

Literalmente.

Nos alzábamos. Yo apenas lograba mantener el equilibrio. O al menos intentaba sostenerme de algo mientras el castillo se transformaba por completo ante mis ojos. Torres deshaciéndose en humo, pilares estirándose como si bailaran, estructuras retorciéndose sobre sí mismas para formar una nueva plataforma suspendida en el vacío.

Frente a mí, él permanecía inmóvil. Imponente. Como si esta escena fuera apenas el prólogo de una función ya repetida cientos de veces.

Una línea brillante apareció en el aire. El caos visual se estabilizó apenas un poco. Desde uno de los asientos, el dedo índice de aquella figura comenzó a moverse con elegancia, como afinando una melodía invisible. Con cada gesto, una parte del escenario se ordenaba, como si la realidad obedeciera a su voluntad. En el centro, una plataforma perfectamente definida se reveló. El punto donde ambos nos mirábamos.

De frente. Sin nada que interfiriera entre nosotros.

—Una pista digna de nosotros —dijo con esa voz cargada de ritmo y desafío, extendiendo los brazos como si presentara el acto principal—. ¿Tú qué opinas?

Lo miré. Y por primera vez… sentí que el espectáculo apenas comenzaba.

—Shhh…

Levanté dos dedos al aire, cortando sus palabras antes de que pudieran arruinar el silencio perfecto que antecede a una explosión. La pista aún ardía bajo nuestros pies flotantes, suspendida entre el caos de la destrucción, la oscuridad que ondeaba como una cortina tras nosotros… y la expectativa que vibraba entre cada latido del infierno.

—Deja de hablar.

El eco de mi voz no necesitó potencia. Solo intención.

Comencé a marcar un ritmo sutil con los pies. Lento. Seguro. El compás de algo que aún no había nacido. Un latido primitivo.

Un chasquido cortó el aire.

Luego otro.

Los ecos se encadenaron como campanas distorsionadas en el vacío. La pista respondió al instante, iluminándose con haces de luz púrpura y roja que caían desde ningún lugar en específico. Como si el propio infierno nos hubiese concedido reflectores para el gran acto.

—Y empezaré de una vez...

Mi cuerpo comenzó a fluir con el sonido que yo mismo creaba. Avancé al centro con pasos firmes, cada uno acompañado por un chasquido más agudo que el anterior. Entonces giré.

Lento, elegante, preciso.

Mi dedo señaló al público en un movimiento amplio, y al completar la vuelta, me detuve en seco. Mis manos fueron hacia mi torso, donde aún colgaban los restos de mi armadura. Ya no servía. Era un peso del que debía liberarme.

La dejé caer, dejando que el sonido metálico de las piezas dispersas se fundiera con los ecos de la pista viva.

Levanté una mano desde lo más bajo de mi abdomen, deslizándola hacia el cielo como si convocara a los dioses olvidados del ritmo. La otra la acompañó con lentitud, y comencé a aplaudir con una sincronía suave, hipnótica. Ambas manos descendieron a un lado, como si abrazaran a una pareja invisible.

Mis caderas comenzaron a moverse. No con fuerza, sino con intención. La música que no existía se apoderaba de mí. Sentía la energía de cada mirada, la vibración de cada suspiro. Mis ojos se clavaron en los suyos.

—¿Vienes?

Allí estaba. En la parte trasera. Replicando mis movimientos. No como un imitador, sino como una sombra coreografiada, una contraparte que ya conocía cada uno de mis impulsos antes de nacer. Nos giramos, y entonces ocurrió.

Ambos dimos una vuelta en direcciones opuestas, separándonos.

Mi mano se alzó al aire, y pasé un dedo por el borde de un sombrero invisible que nunca había estado ahí. Lo lancé como si fuera un disco perfecto, girando a través del vacío con un arco imposible.

Él lo atrapó. Con una elegancia que sólo puede nacer del absurdo. Si ese sombrero imaginario hubiera tenido forma, habría brillado. Lo giró entre sus dedos como si fuera de cristal, y se lo colocó con una inclinación magistral. El público invisible rugió con su silencio expectante.

—Uno... dos... tres…

Marqué pasos con mis pies como un director marcando los compases del universo. Terminé con un pequeño salto, aterrizando con ambas piernas en una marcación seca que estremeció el suelo.

Frente a mí, su mano se alzó al cielo. Luego descendió con fuerza hasta la altura de sus caderas, guiando el movimiento de estas con un ímpetu magnético. Un golpe seco, brutalmente armónico.

Respondí con una secuencia de movimientos de brazos a los costados, desordenados, erráticos. Como un niño enfurecido… o un artista desatado. Caóticos, ridículos, naturales.

Y fue ahí cuando lo vi.

Sus ojos se abrieron levemente.

No de incredulidad, sino de puro y genuino entusiasmo.

¡Era un verdadero show!

Y el infierno lo entendió.

Luces rojas, azules, naranjas. Explosiones de lava a lo lejos como fuegos artificiales malditos. El suelo tembló, pero no colapsó. Nosotros... éramos el eje de ese caos rítmico. Nos movíamos en sincronía, como si el universo entero hubiese sido reducido a una pista de baile.

Él giró sobre sí mismo chasqueando los dedos, señalándome con una precisión teatral. Lo entendí sin palabras. Era una invitación.

Respondí al instante.

Los talones comenzaron a deslizarse hacia atrás con la misma suavidad que un suspiro infernal. El moonwalk… el moonwalk infernal. Lo ejecuté con precisión quirúrgica, con el alma latiendo en cada centímetro de desplazamiento.

Una sonrisa se dibujó en sus labios. No de burla. De orgullo.

Su técnica había sido replicada a la perfección… aunque el mundo no se partiera ni los ríos de lava brotaran como en su versión original, cada uno de mis movimientos había sido exacto.

Señalé rápidamente al público de la derecha. Bajé la mano en un barrido elegante y con la otra apunté hacia la izquierda con fuerza. Una patada al frente cortó el aire, y mi mano se deslizó suavemente desde el vientre hasta los labios, marcando la silueta de un deseo que aún no ardía del todo.

Extendí mi mano hacia él.

Él la tomó.

Y entonces… la pista cambió.

Era otra música, otro pulso. Salsa. Pura, fluida, infernal. Uno descendía, el otro atrapaba. La sincronía era perfecta. Nos movíamos como si hubiéramos bailado juntos en mil vidas anteriores. Dos profesionales. Dos dioses sin templo. Dos locos en medio del fuego.

Hasta que lo miré.

Fijamente.

El aire se detuvo por un instante.

Y supe… que lo mejor aún estaba por comenzar.

—Hagamos esto más interesante…

Mi mirada ardía, mis músculos vibraban, pero mi voz era apenas un susurro entre la euforia.

—¡Lánzame!

—¡HELL YEAH!

No hubo advertencia. No hubo pausa.

Sus brazos me sujetaron como si fuera una antorcha viva y me lanzó al aire con una fuerza bestial. El mundo desapareció durante un segundo.

Floté.

Ni el vértigo, ni el fuego, ni la altura me arrancaron una mueca de tensión. Al contrario. Mi cuerpo se relajó en el aire, como si me recostara sobre un colchón invisible, girando sobre mí mismo como si danzara con las estrellas del infierno.

Caí de nuevo.

Sus brazos me atraparon sin esfuerzo, sin tambalear. Con una elegancia brutal, me deslizó por debajo de sus piernas. Apenas toqué el suelo y ya me estaba levantando de nuevo, ahora por su costado, donde me impulsó con un giro hasta hacerme caer de pie justo en su antigua posición.

Habíamos cambiado lugares.

Las sombras a nuestro alrededor se detuvieron. El público… dejó de respirar.

Un humano. Un Rey. Usándose mutuamente como proyectiles coreografiados. Uno lanzaba, el otro giraba, ambos impactaban contra el suelo solo para volver a despegar. Parecíamos los ejes de un sistema solar desquiciado, girando uno alrededor del otro en una danza que desafiaba la gravedad, la lógica y la cordura.

Cada vez que uno volaba, lo hacía con intención. Cada vez que caía, lo hacía con estilo.

Nuestros pasos eran saltos. Nuestras caídas, arte.

Nos tomamos de las manos. El contacto fue firme, vibrante, lleno de energía. Las soltamos lentamente, como si nos resistiéramos a romper un hechizo. Nuestros ojos seguían clavados el uno en el otro mientras nuestros cuerpos comenzaban a alejarse.

Di una palmada.

Una sola.

Y fue suficiente para que la pista entera estallara en vítores.

El público respondió con un estruendo. Aplaudí otra vez, marcando el ritmo. Mi cabeza subía y bajaba. Las caderas lo acompañaban. Estaba claro: esto no era sólo un baile, era una declaración. Un manifiesto.

Me impulsé con los brazos y me coloqué de manos.

Desde esa posición invertida, comencé a patear el aire como si caminara tranquilamente por un mundo al revés. Cada movimiento tenía gracia, intención, energía. Luego, con un solo impulso, salté hacia atrás, giré sobre mí mismo y aterricé de pie.

De frente a él.

Se acercaba con ritmo lento, chasqueando los dedos con una mano mientras la otra permanecía dentro del pantalón como si llevara un secreto que sólo el ritmo conocía. Su brazo oscilaba como un péndulo, hipnótico, preciso. Cuando estuvimos cara a cara, giramos en direcciones opuestas al unísono, sin necesidad de señal.

Y entonces ocurrió.

Una coreografía sin mirada. A ciegas. Un duelo de instinto puro.

Mis pies se movían hacia la izquierda mientras los suyos respondían hacia la derecha. Cuando mi mano señalaba al público de un lado, la suya ya lo hacía en sentido contrario. Cada cadera, cada hombro, cada chasquido estaba en perfecta sincronía, como si nuestras almas compartieran la misma partitura invisible.

El infierno rugía.

Literalmente.

Las paredes de obsidiana temblaban. El suelo vibraba como un tambor gigante. Luces comenzaron a brotar en el público como luciérnagas infernales. Voces coreaban nuestros nombres, repitiéndolos como mantras enloquecidos.

Miras al cielo.

Y ahí estaba.

Flotando, tambaleándose al ritmo del beat… el bebé cósmico.

Reía con fuerza, con los brazos agitados, imitando nuestros pasos como si también bailara entre las constelaciones rotas. Una pequeña criatura llena de energía divina haciendo el ridículo de la forma más gloriosa posible.

Alcé mi mano derecha.

—¡Bebé! ¡Préstamelos un momento!

Él se quitó los lentes de sol—mis lentes de sol—con torpeza adorable y me los lanzó. El tiempo se ralentizó. Me incliné hacia atrás en pleno paso, dejando que la gravedad hiciera el resto. Los lentes cayeron con precisión quirúrgica sobre mi rostro. Encajaron. Perfectamente.

El estilo permanecía intacto.

El bebé giró sobre sí mismo, riendo, y comenzó a emitir destellos de luz. No eran solo luces… eran momentos. Flashazos exactos que iluminaban los clímax de nuestra coreografía. Cada gesto, cada cruce de miradas, cada explosión de ritmo quedaba marcado por su resplandor celestial.

Desde los asientos VIP, una voz cargada de emoción se filtró entre la algarabía.

—¿Quién diría que esta es la única cosa buena que sabes hacer, cariño?

No pude evitar sonreír.

Pero no por el cumplido.

Sino porque sabía que aún no habíamos terminado.

—¿En serio...? —Su voz tembló, dudosa, como si lo que veían sus ojos aún no pudiera ser real—. ¿Esto está… funcionando?

Las luces lo rodeaban. El ritmo lo empapaba. El infierno entero rugía con la emoción desbordada.

—Bien… acepto que esta vez ganaste, inútil…

La silueta de Sippy se plantó frente a mí, levantando un letrero hecho con pura magia ridícula, flotando sobre mi cabeza, lleno de neones infernales, fuegos artificiales y una melodía de victoria absurda sonando de fondo:

¡MISIÓN CUMPLIDA!: ESTRELLA DEL INFIERNO

-100 DE DIGNIDAD | +300 DE ESTILO

OBJETIVO CUMPLIDO: ¡DERROTA AL REY EN SU CAMPO!

Reí, sin detenerme.

—¡Increíble!

Mis pies seguían marcando el beat, las luces seguían mi ritmo como si fueran parte de mí. El sudor se mezclaba con la energía, y cada poro de mi piel ardía en el mejor sentido posible. Volteé hacia él. Aún seguía.

El Rey no se detenía.

Ni yo lo haría.

Los pasos eran más lentos ahora, pero llenos de intención. Las vueltas eran más contenidas, más firmes, como si reserváramos cada gota de energía para ese gran final inevitable.

Y sin hablarlo. Sin planearlo.

Nos colocamos espalda con espalda.

El mundo estalló.

Yo llevé el pulgar a mis labios y lo deslicé con descaro, una sonrisa casi criminal en el rostro. Él sujetó su sombrero con una mano que irradiaba autoridad, como si ese gesto solo pudiera ser realizado por un monarca del ritmo.

Una ola de gritos nos cubrió. El suelo tembló. El infierno cantó. El fuego danzó.

El espectáculo había llegado a su fin.

—Bien… supongo que fue todo.

La voz de Raphtylf cortó el aire como un suspiro inevitable.

Elevó una mano. El escenario volvió a elevarse con una gracia imponente. Columnas flotantes se alzaron a su alrededor mientras las ruinas se reensamblaban con obediencia mágica, y el castillo comenzó a reconstruirse ladrillo por ladrillo con una sinfonía de luz, piedra y caos contenido.

—Ahora da tu veredicto, Rey.

Él se colocó frente a mí, firme.

Sin bailar.

Sin chasquidos.

Solo energía pura.

Sus ojos se clavaron en los míos, y entre nosotros no quedaba nada más que respeto y desafío fundido en admiración.

Alzó su puño.

La oscuridad misma pareció condensarse en torno a él. Una supernova, pequeña pero intensa, nació en su mano, girando como un núcleo de energía comprimida, capaz de estallar en cualquier momento.

Y luego…

La aplastó frente a mí.

Una explosión de luz, sonido y poder estalló entre ambos, pero no como un ataque.

Sino como una coronación.

Una ovación de fuego y honor.

Un aplauso digno de un Rey.

El sudor empezaba a correr por mi frente, una gota tras otra como si incluso mi cuerpo dudara de lo que acababa de ocurrir.

No sabía qué venía ahora.

Lo único que sí podía decir con certeza era: gané.

De alguna forma imposible, absurda, pero gloriosa... gané.

Un estruendo descomunal brotó del puño del Rey, tan ensordecedor que las pequeñas estrellas del bebé cósmico, aquellas que habían flotado como luciérnagas mágicas durante nuestro espectáculo… se apagaron.

—¡YUZATO HYRAGA!

El eco de mi nombre se repitió tantas veces que pensé que el mismísimo inframundo me estaba bautizando.

—¡Sí! —respondí, más por reflejo que por valentía.

Alzó su puño como si fuera a ejecutar el juicio final.

—¡Esto es lo que te mereces!

Tragué saliva.

Cerré los ojos.

Estaba asustado. ¿Qué digo asustado? ¡Aterrorizado! ¡¿Leíste lo que hizo?! ¡Una supernova con las manos! ¡Estaba a punto de morir gloriosamente!

Y entonces…

Un pequeño golpe.

¿Golpecito?

No... fue como si algo cayera suavemente en mi cabeza. Nada letal. Nada apocalíptico.

Abrí los ojos muy, muy lentamente.

Vi su rostro.

Y sentí sus manos sujetándome de los brazos.

—¡Ganaste!

—Obviamente lo hice, pero... ¿qué gané?

Algo se asomaba justo por encima de mi frente, blanqueando mi vista en una línea elegante y gloriosa.

Llevé la mano hacia allí.

Lo sentí.

Textura perfecta. Curva impecable. Peso justo.

Lo sujeté con reverencia, como si fuera una reliquia legendaria, y lo bajé frente a mí para verlo bien.

—¿Un... fedora?

—¡Ni más ni menos! —exclamó el Rey, inflando el pecho con orgullo.

El infierno volvió a gritar.

Como si todos supieran lo que significaba.

Como si ese fedora fuese la corona misma del estilo absoluto.

Y en ese instante, lo entendí.

Había sido reconocido.

No como un guerrero.

No como un héroe.

Sino como algo infinitamente más importante…

Una maldita leyenda del show infernal.

—Increíble… —murmuré aún con el fedora sobre la cabeza, procesando lo imposible—. No sé qué más decir…

—No lo digas —interrumpió, con esa sonrisa tan cargada de fuego y brillo—. Demuéstralo.

Eres la estrella del infierno… mi primer discípulo en el Twerk Infernal.

Me tomó unos segundos procesarlo.

—¿Discípulo?

—Muchos lo intentaron —continuó, cruzando los brazos con orgullo—. Pero nadie, nadie, tuvo el descaro de jactarse de estar por encima de mí. Y mucho menos… demostrarlo.

Cuando quieras hacer temblar a la tierra y al infierno otra vez… solo dímelo.

¡Y armaremos el más grande espectáculo que este plano haya visto jamás!

Un leve chasquido en el suelo me hizo girar. Se acercaba lentamente, con ese aire entre fastidio y aprobación tan característico.

—Entonces ganaste —comentó, cruzando los brazos—. Supongo que tuviste suerte de enfrentarte al único Rey lo suficientemente extravagante como para aceptar un duelo así.

Felicidades.

—¿Suerte? —levanté la ceja con descaro—. Desde el principio sabía que iba a ganar.

—Fue suerte —murmuró detrás de mí una voz sarcástica—. No te des tantos aires.

—En efecto —respondí con total naturalidad, inflando el pecho—. El universo me ama.

Un peso inesperado volvió a manifestarse sobre mi cabeza. Claro, había algo más allí.

—¡Oh! Es verdad… tú venías conmigo.

Extendí los brazos y lo sostuve con cuidado. El bebé cósmico se reía, como si todo hubiera sido parte de su plan.

—Hoy estoy de humor —anuncié mientras le colocaba mi fedora con solemnidad y luego mis increíbles lentes oscuros—. Sí que tienes estilo…

Una chispa se encendió en mi mente.

—¡Ah, cierto! Déjenme forzar un poco la trama.

Me giré con expresión seria, y lo llamé:

—Rey.

—Maestro, dime así —respondió con una pose dramática, como si invocara una tormenta de fuego solo por el título.

—Maestro… ¿Conoces a Raphtylf?

—¿¡Cómo no voy a conocer al príncipe más fuerte del infierno!? —exclamó como si acabara de anunciar al campeón universal.

—¿En serio lo es? —ladeé la cabeza y lo miré de reojo—. ¿Comparado contigo?

—¿Dudas de mí? —bufó con una sonrisa confiada.

—Por supuesto que sí. ¿Qué tan fuerte puede ser alguien que se llama a sí mismo "el más fuerte"? Suena a inseguridad...

—Bueno —intervino el Maestro con voz más calmada—, es una forma de decirlo… y la más precisa, si me preguntas.

—Algunos me llaman "Anomalía" —declaró con una media sonrisa, mirando al horizonte como si narrara su leyenda personal.

—Eso sí que suena exagerado —murmuró el Maestro.

—No lo digas tú. Es la forma más correcta de llamarme…

Y también al niño —añadió, señalando al pequeño en mis brazos.

—Les queda —asentí, sin objetar.

Pero bajé el tono, apenas un susurro—: Ahora que… ¿Sippy?

Me miró, resignada.

—¿Quieres vencer a otro Rey?

—¿Regresar a casa? —repetí, con una sonrisa que se me escapó sin permiso—. Me gusta esa idea.

—Te haces cada vez más aburrido —bufó Sippy mientras comenzaba a abrir un portal con el desdén de quien ya no espera nada del universo.

—¡Por fin! —iba a gritarle al sistema, lo juro… pero mejor me lo guardé. A veces es bueno no tentar a los bugs cósmicos.

Levanté el pulgar hacia el Rey, o mejor dicho, mi maestro.

—Hagamos de esto un show inolvidable, maestro.

—¡ESO QUERÍA ESCUCHAR! —tronó su voz, como si todo el infierno lo coreara al unísono.

—Bien… ¡ahora a casa! —di el primer paso a través del portal con la frente en alto, como todo protagonista que se respete—. De vuelta en casa...

El aire era más frío de lo que recordaba. Las calles estaban vacías, demasiado vacías.

O quizá simplemente no quería ponerme a imaginar personajes de fondo hoy.

—Yuzato… ¿no olvidas algo? —preguntó Sippy, con ese tono pasivo-agresivo que ya era parte de su encanto.

—¿Mmm? ¿Yo? Nop. Bueno… tal vez… —algo se revolvió en mis brazos. Miré hacia abajo—. ¡Oh! Cierto. ¿Puedes abrir el portal?

—Te jodes.

—...

—Así que este es el mundo humano —intervino una nueva voz, una que heló mi columna con solo oírla.

—¿¡Tú también!? —exclamé girándome a toda velocidad.

—No vine a quedarme —respondió Raphtylf, cruzando los brazos con calma—. Solo quería saber dónde encontrarte.

Nos vemos, cariño.

Vendré pronto a cobrar tu deuda.

Y con eso, abrió un portal como quien revisa su buzón y desapareció.

—¡Espera! ¡Llévatelo! —sostuve al bebé con ambas manos, extendiéndoselo como si lanzara una bomba de tiempo.

—Como dije… te jodes —repitió Sippy sin siquiera mirarme.

—Ay… dioses…

—¡Por aquí hay rastros de un portal! —gritó una voz desde una esquina.

—¿Qué? ¡¿Tan rápido?!

En menos de diez segundos estaba rodeado por guardias con cara de "esto se va a complicar".

—¡Buenos días, maleducados! ¿No pueden dejar al héroe Yuzato un solo día en paz?

—¿Se abrió un portal al infierno? —preguntó uno con voz seria, demasiado seria para mi gusto.

—Sí, claro —respondí mientras levantaba la mano en modo "basta"—. Y trajo a personajes de relleno con diálogos de relleno y escenas de relleno.

¿Acabamos el capítulo, quieren?

—Incluso los héroes se niegan a tratar con el infierno… estamos perdidos —murmuró otro, resignado a un destino peor que la muerte: el caos narrativo.

—Uy, qué pena —dije mientras comenzaba a caminar a casa, rodeando a los guardias con la dignidad que me quedaba.

—No tengo idea de qué lugar es más desesperante —suspiró Sippy, siguiéndome—. ¿La tierra o el infierno?

—¿Qué tal el Valhalla de la Fruta? Ese lugar sí que da miedo…

Mientras tanto, en el infierno…

Un eco metálico resonaba entre las sombras.

El conquistador caminaba por los rincones olvidados, donde el fuego no alumbraba y ni los demonios querían acercarse.

—¿Creen que pueden desafiar al infierno...? —murmuró, más para sí que para nadie—. ¿Que siquiera pueden tocarnos…?

Sus dedos rozaron el último rastro de energía.

Desenvainó su espada con la lentitud de quien no necesita prisa.

Al cortarlo, el aire mismo crujió.

Las partículas danzaron, retorcidas, y la realidad se deformó como si la comprimieran…

Hasta que un portal se abrió, directo a la Tierra.

—Entonces… solo queda pagarles con la misma moneda.

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