Los días dentro del complejo Valmorth se deslizaban con una uniformidad silenciosa, cada hora medida no por el sol, sino por las rutinas impuestas y la omnipresente sombra de la Matriarca. Para Hitomi, estos días eran una mezcla extraña de disciplina rigurosa y una opulencia sofocante, todo teñido por el dolor sordo de su cuerpo magullado y el horror helado de las palabras recientes de su madre. La piel aún mostraba los rastros amarillentos y púrpuras de los golpes, la ternura persistente un recordatorio físico del precio de la verdad prohibida y del futuro que le esperaba.
La mañana llegaba con la entrada silenciosa de las sirvientas. No eran doncellas, sino mujeres de semblante grave, vestidas con uniformes inmaculados que las hacían parecer casi espectrales. Se movían con eficiencia respetuosa, preparando el baño, seleccionando la ropa. Hitomi se sentaba en silencio mientras la desvestían, cada toque profesional, desapasionado, pero invadiendo una privacidad que ya sentía violada de formas mucho peores. El agua estaba a la temperatura perfecta, perfumada con esencias raras, pero el lujo era solo un envoltorio para la cruda realidad: estaba siendo cuidada, mantenida, como un objeto de valor, una posesión preciada para el linaje.
Mientras la bañaban, lavando suavemente su cabello blanco y la piel dolorida, las sirvientas a veces hablaban entre sí en murmullos bajos, casi reverenciales. Hitomi, con su atención siempre aguda, captaba fragmentos de sus conversaciones. No hablaban de chismes triviales, sino de la familia, de su poder, y a veces, de ella.
—La joven ama… —susurraba una, el sonido del agua un suave telón de fondo—. Tan… enfocada. Tan distinta a los señores.
—Sí. Y tan… con la estirpe. Incluso en su quietud. —respondía otra, su voz apenas audible—. Dicen… dicen que un día… gobernarán a todos los Valmorth. A toda la familia.
—Es lo que se espera. La Matriarca lo ve. El linaje… lo necesita.
Hitomi escuchaba, los ojos cerrados, el agua caliente intentando calmar el dolor, pero las palabras de las sirvientas se sentían como un peso más añadido a sus hombros. Gobernarlos a todos. A Constantine, a Hiroshi, a John. ¿Gobernarlos desde qué posición? ¿Desde la jaula dorada que le estaban construyendo? La expectativa, resonaba con una tristeza amarga. No era una promesa de libertad, sino de una responsabilidad aún mayor dentro de los confines opresivos de su linaje. Ser la líder no significaba ser libre; significaba ser la principal ejecutora de las reglas que la aprisionaban.
Las mañanas transcurrían entre la disciplina fría de la etiqueta Valmorth, comidas en salones vastos donde el silencio era más pesado que cualquier conversación, y el tiempo dedicado a sus estudios, a sus extrañas investigaciones. Era en la biblioteca o el laboratorio privado donde encontraba una especie de consuelo, una fuga mental. Analizaba textos antiguos, manipulaba extrañas energías o sustancias, su mente brillante buscando patrones, entendimiento, quizás una forma de control en un mundo donde no tenía ninguno sobre su propio destino. Pero incluso allí, las imágenes de los golpes, las palabras de su madre, la promesa de un matrimonio forzado, se colaban en sus pensamientos, tiñendo sus descubrimientos con una desesperación subyacente.
Las tardes estaban reservadas para el entrenamiento. No en un gimnasio, sino en una cámara de pruebas especialmente diseñadas, un lugar donde el linaje probaba y refinaba sus capacidades. Bajo la mirada atenta de instructores Valmorth, o a veces sola, Hitomi entrenaba sus poderes. Eran sutiles, difíciles de describir incluso para ella, más una manipulación fundamental de la realidad o la energía que ráfagas o fuerza bruta. El esfuerzo físico, aunque menos extenuante que el combate de sus hermanos, le exigía una concentración mental agotadora. Sentía la energía moverse, responder a su voluntad, pero a veces, un movimiento brusco o un exceso de esfuerzo enviaba punzadas de dolor a través de sus moratones, recordándole que su cuerpo no estaba curado, que el castigo era real.
Los instructores observaban, tomando notas, sus rostros impasibles pero sus ojos a veces reflejaban esa misma expectativa velada de las sirvientas. Ella era diferente. Su poder era diferente. Y las esperanzas del linaje descansaban en esa diferencia.
La noche traía el regreso a su propia suite, vasta y lujosa, pero que se sentía menos a un hogar y más a una prisión cómoda. La soledad era abrumadora entonces. Sabía que sus hermanos estarían en otras partes del complejo, o fuera, buscando sus propias distracciones crueles o planificando la 'gestión' del problema Kisaragi. No la buscarían. No la incluían. Era la hermana diferente, la que no encajaba en sus juegos de poder directos o su decadencia.
A veces, se sentaba junto a la ventana, mirando la noche impenetrable que rodeaba el complejo, preguntándose qué sería del chico enmascarado que había herido a John. Sabía que sus hermanos irían tras él a Japón. Sentía una extraña conexión con él; ambos anomalías, ambos lidiando con un potencial que atraía atención no deseada, ambos atrapados en un juego mucho más grande que ellos mismos. Solo que la jaula de ella era de oro y expectativa, marcada por golpes y promesas de un futuro que le revolvía el estómago.
El dolor físico se desvanecería lentamente. Las marcas en su piel desaparecerían. Pero el miedo, el conocimiento del plan de su madre, el peso de la profecía de las sirvientas, la soledad de su existencia… eso se quedaba. Era el sufrimiento silencioso, la carga diaria de ser Hitomi Valmorth, la sangre pura destinada a la grandeza del linaje, a un precio que nadie más en la familia parecía siquiera reconocer como tal. Su vida era una demostración constante de que incluso en la cima del poder, se podía ser prisionero y sufrir en silencio.