El pesado portal de metal se cerró con un clank sordo tras la partida silenciosa de Constantine, Hiroshi y John. El eco se extinguió rápidamente en la atmósfera densa y filtrada de la estancia de la Matriarca. La luz suave, el olor a tierra y metal antiguo, la quietud inquebrantable. Solo quedaron ellas dos. La Madre Valmorth, recostada en su sillón de obsidiana, sus ojos carmesí observando la puerta cerrada por un instante más. Y Hitomi, sentada a su lado, tejiendo el hilo vibrante con sus agujas, el suave deslizamiento del peine en la otra mano mientras continuaba peinando el largo cabello blanco de su madre. La intimidad de la escena era extraña, casi forzada, después de la tensión que había llenado la habitación.
Hitomi, sin dejar su labor, esperó un momento. Podía sentir la energía residual que emanaba de su madre, una calma superficial que ocultaba la potencia volátil. Reunió su valor, la curiosidad insaciable que siempre la impulsaba, superando el temor aprendido.
—Madre… —Su voz era baja, tranquila, un contraste con el tono tenso de sus hermanos. —Aurion mencionó… a ese chico. Kisaragi. ¿Quién es?
Su Mamá giró su cabeza levemente hacia Hitomi, una mirada de evaluación en sus ojos antiguos. —Kisaragi Ryuusei. —Su voz, ese arrullo suave, sonaba ahora distante, desinteresada—. Un cualquiera con potencial sin refinar. Un error que Aurion parece encontrar… interesante.
Continuó, su tono despectivo pintando un cuadro cruel. **—Un don nadie, realmente. Se atrevió a levantarle la mano a tu hermano, a humillarlo momentáneamente con fuerza bruta. Manchar la cara… de mi lindo John. —**No sonaba enojada al hablar de ello, sonaba más a disgusto, a la irritación que causa una mancha persistente. —Merece estar muerto por esa insolencia. Y lo estará. Constantine y Hiroshi se encargarán.
Hitomi asimiló las palabras de su madre, el desprecio casual por una vida, la naturalidad con la que se dictaba una sentencia de muerte. El peine siguió su movimiento rítmico. Tejió unas puntadas más. Pasaron varios minutos en silencio, solo roto por el suave sonido del tejido y el peinado. Pero la curiosidad de Hitomi la carcomía. La conversación previa con sus hermanos sobre el valle, la mención del "incidente"… Había un hilo que no podía dejar de seguir. El hilo más peligroso de todos.
Reunió todo su coraje, una oleada fría que heló el aire alrededor de ella. Mantuvo la calma en su voz, el respeto exterior, mientras formulaba la pregunta que nadie se atrevía a hacer.
—Madre… —Sus manos se detuvieron. Las agujas y el peine cesaron su movimiento—. No entiendo algo.
Los ojos carmesí de su mamá se fijaron en ella, la atención concentrada, la quietud tensa.
**—Los hijos… de tus hermanos, de tus hermanas… mis primos… los que no salieron con los ojos rojos… ni el pelo blanco… —**Las palabras salieron en un susurro apenas audible, cargadas con el peso de un tabú sagrado, con el recuerdo de ausencias repentinas, de silencios que nunca se rompían. La "sangre sucia". La parte impura del linaje. —¿Por qué…? ¿Por qué era necesario matarlos?
La pregunta resonó en la habitación, un sacrilegio verbalizado.
La dulzura en la voz de su mamá se esfumó instantáneamente. Fue reemplazada por un silencio que se sentía como un vacío helado y aterrador. Su delicado rostro se contrajo. Los ojos antiguos, llenos de un poder que podía aplastar realidades, se estrecharon.
—Hitomi. —Su voz era baja, mortal. Ya no era un arrullo. Era un filo que cortaba el aire. —Deja de peinar.
Hitomi obedeció al instante. El peine cayó con un suave clack sobre el brazo del sillón de obsidiana. Sus manos temblaban.
—Voltea. —La orden llegó, concisa, sin espacio para la desobediencia.
Hitomi tragó saliva, el miedo puro y primario helando sus venas, pero obedeció. Giró su cuerpo en el taburete, dándole la espalda a su madre, su corazón latiendo con fuerza brutal contra sus costillas.
El primer golpe llegó como una explosión sorda. Un impacto seco y brutal en su espalda. No usó la palma; usó el dorso de la mano, o el puño cerrado, descargando una fracción ínfima de su fuerza, pero suficiente para que Hitomi jadeara de dolor, encogiéndose.
—¡Nunca! —La voz de su madre era ahora un siseo cargado de rabia pura mientras otro golpe impactaba en el mismo lugar, un thwack húmedo—. ¡Nunca vuelvas a mencionar esa... puta impureza! ¡Esa suciedad!
Los golpes continuaron, rápidos, metódicos. No buscaban matar, buscaban infligir dolor, terror, grabar la lección en su propia carne. En sus brazos, en su espalda, en sus hombros. El sonido de la carne siendo golpeada, el jadeo contenido de Hitomi, el siseo furioso de la Matriarca. Era horror corporal íntimo; la violencia de una madre poderosa contra su hija, impulsada por el fanatismo del linaje.
—Esa es la parte de la que no se habla. ¡La parte que se erradica! ¡Para mantenernos fuertes! ¡Puros! —Cada palabra era acompañada por un golpe brutal—. ¡No tienes por qué saber! ¡No tienes por qué preguntar!
El dolor recorría a Hitomi, agudo, quemante, pero las palabras que siguieron fueron un tipo de horror aún mayor, un frío que caló más hondo que los golpes.
La voz de la Madre adquirió un tono distinto, cruelmente práctico, mientras seguía golpeando, aunque quizás con menos fuerza, más como puntuación. —Tú tienes un propósito, Hitomi. Un propósito importante. Más importante que pensar en... suciedad.
Otro golpe.
—Eres hermosa, mi pequeña. Eres sangre pura. Eres... sexy. Y tienes dieciocho años ya. —El tono era posesivo, calculador. —Necesitas ser muy hermosa. Muy sexy.
Un golpe más.
—Para casarte. —El golpe final, doloroso y definitivo—. Con uno de tus hermanos.
El mundo de Hitomi se detuvo. El dolor físico palideció ante la pura y helada revelación. Casarse. ¿Con uno de sus hermanos? ¿Constantine? ¿Hiroshi? ¿John? ¿El mismo John que acababa de ser humillado, lleno de rabia? La sangre se heló en sus venas.
—Para tener hijos. —La voz de se mamá era una promesa implacable—. Más sangre pura. Más Valmorth fuertes. Nuestro linaje debe continuar. Puro. Inquebrantable.
Hitomi, encogida por el dolor y el horror, encontró una pizca de fuerza en medio de su desesperación.
—No… —Su voz era un susurro roto, un rechazo instintivo. —Yo no… no quiero eso.
La furia de de mamá se reavivó instantáneamente. Los golpes volvieron, más fuertes, más rápidos.
—¡¿Qué dijiste?! ¡¿Quién eres tú para 'no querer'?! ¡Eres una Valmorth! ¡Tu propósito es servir al linaje! —La voz se elevó, perdiendo la suavidad, volviéndose un siseo enfurecido—. ¡Obedeces! ¡Haces lo que es necesario! ¡Lo que yo digo!
Un último golpe violento, que la hizo tambalear.
—¡Sal de mi vista! —La orden final, cargada de pura ira y decepción porque Hitomi se atrevía a tener una voluntad propia—. ¡Fuera de mi habitación! ¡Y no vuelvas hasta que entiendas cuál es tu lugar!
Hitomi se tambaleó, con el cuerpo adolorido y la mente conmocionada. Las lágrimas brotaron ahora, no solo por el dolor físico, sino por el horror de la revelación. Se dio la vuelta, la silueta de su madre un fantasma aterrador contra la luz filtrada, la imagen de Hitomi tejiendo y peinando ahora un recuerdo cruelmente retorcido. Salió corriendo, con pasos inseguros, dejando atrás el santuario, el olor a tierra y metal, y el sonido suave pero amenazante del tejido que se reanudaba en el silencio.
Afuera, en los pasillos fríos, Hitomi se desplomó contra la pared de mármol oscuro, con el cuerpo temblando, los músculos protestando, el rostro empapado en lágrimas silenciosas. El dolor físico era intenso, pero el terror por el futuro que le esperaba, la jaula de oro que su madre le había prometido, y el conocimiento brutal del precio de la "pureza" de su linaje... eso era un horror que la marcaría más profundamente que cualquier golpe. No era solo tristeza; era desesperación helada. Y estaba completamente sola con ella.