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Chapter 199 - Capítulo 43: El Santuario de la Matriarca

El camino al encuentro con su Madre no fue largo en distancia, pero se sintió una eternidad, un descenso silencioso por pasillos que no resonaban con el lujo del hotel de Moscú o la ostentación del club nocturno, sino con una antigüedad severa y una quietud que helaba la sangre. Mármol oscuro, retratos que no mostraban rostros reconocibles sino formas cambiantes y símbolos arcanos, y una temperatura que descendía con cada paso. Constantine, Hiroshi y John caminaban juntos, la camaradería forzada de la fiesta olvidada, reemplazada por una tensión palpable. Las cicatrices de John, invisibles ya, parecían arder de nuevo. No por dolor físico, sino por la aprensión.

La puerta a la estancia de la Matriarca no era grandiosa, sino pesada, discreta, de un metal que absorbía toda la luz. No había guardias visibles. No los necesitaban. El aire mismo que emanaba del interior era un guardián; una presión invisible que hacía que a los tres Valmorth, a pesar de su inmenso poder, les costara un poco respirar. Era el respeto elevado al terror. Se detuvieron ante ella, la superficie fría bajo sus dedos enguantados. Constantine, como el mayor presente, asintió, una señal silenciosa a sus hermanos. No llamaron. Empujaron la puerta, entrando en el santuario privado de la mujer que era el pilar, la fuente y la mayor amenaza de su linaje.

La estancia no era lo que un extraño esperaría de la líder de una estirpe así. No era un salón del trono, ni una cámara de guerra. Era una habitación que parecía combinar una biblioteca antigua con un jardín interior sutilmente inquietante. Luz suave y filtrada, el olor a tierra húmeda y algo más... metálico, antiguo. Y en el centro, sentada en un sillón que parecía tallado directamente de obsidiana, estaba la Madre Valmorth.

No parecía una figura temible a primera vista. Era pequeña, aparentemente frágil, envuelta en telas oscuras y finas. Su rostro era delicado, marcado por una antigüedad que no era de edad, sino de un tiempo vivido a una escala diferente. Pero sus ojos. Sus ojos carmesí irradiaban una profundidad que hacía que el universo pareciera pequeño; una conciencia que abarcaba siglos, y un poder latente tan inmenso que Constantine, Hiroshi y John lo sentían como un peso físico sobre sus almas.

Y a su lado, sentada en un taburete bajo, estaba Hitomi. Sus ojos carmesí, con una expresión de concentración tranquila, estaban fijos en sus manos. En una, sostenía una madeja de hilo de un color extraño, metálico y vibrante, que tejía en algo complejo y sin forma definible con agujas del mismo metal oscuro que las paredes. Con la otra mano, con movimientos suaves y deliberados, peinaba el largo y blanco cabello de su madre, hebra por hebra, con un peine igualmente extraño. La imagen era de una intimidad doméstica, una devoción silenciosa, que contrastaba violentamente con el terror reverencial que sentían los hermanos. Hitomi no miró a sus hermanos al entrar. Su atención estaba dedicada por completo a sus tareas y a la figura de su madre.

Los tres hermanos avanzaron unos pasos, el silencio pesado, solo roto por el siseo bajo del tejido de Hitomi y el suave deslizamiento del peine. Se detuvieron a una distancia que se sentía respetuosa, suficiente. Ninguno se atrevió a hablar primero. Bajaron la cabeza levemente, un gesto de sumisión que rara vez mostraban a nadie más.

Su Madre no sonrió de inmediato. Sus ojos profundos los observaron a los tres, una evaluación silenciosa que parecía desnudar sus almas. El aire se cargó, la presión aumentó. Era la anticipación del juicio.

Finalmente, su Madre habló. Su voz era suave, sorprendentemente melodiosa, como un arrullo. No gritaba, no tronaba. Pero cada sílaba resonaba con una autoridad absoluta, una voluntad de acero envuelta en seda.

—Mis queridos. Mis bebes. —Su tono era, efectivamente, lleno de un afecto que helaba la sangre por el poder que lo acompañaba. —Sé lo que ha pasado en Rusia.

Su mirada se detuvo en John. A pesar de la dulzura en su voz, John se tensó visiblemente, conteniendo la respiración.

—John, querido. ¿Por qué fuiste a Rusia sin mi permiso expreso? —La pregunta era tranquila, pero el universo pareció contener el aliento. No sonaba a reprimenda, sonaba a una simple consulta, pero la implicación de la desobediencia, el haber actuado sin la bendición de la Matriarca, resonaba con un terror milenario. —Sabes que esos frentes de batalla son... desordenados. Poco interesantes.

John se atragantó levemente antes de responder, su voz controlada, respetuosa, despojada de la arrogancia que usaba con otros. —Madre... Yo... Hubo un desarrollo. Kisaragi... el enmascarado... Y Aurion... No pude...

Su Madre levantó una mano delicada, deteniéndolo. Hitomi siguió tejiendo, el peine se deslizó suavemente por el cabello oscuro. La imagen era surrealista.

—Y mira lo que sucedió, mi dulce John. —Su voz mantuvo el arrullo, pero sus ojos carmesí se fijaron en él con una intensidad que lo hizo sentir expuesto hasta los huesos—. Te humillaron. Un enmascarado sin refinar... te superó temporalmente. Y Aurion... te detuvo. Y peor aún... usó mi nombre.

El aire en la habitación se volvió más pesado. John se encogió ligeramente bajo su mirada.

—Aurion habló de tu potencial, John. Potencial para ser derrotado. Y de la posibilidad de que ese chico, Kisaragi, eventualmente te matara. ¡Imaginen! ¡Uno de mis sangre pura! ¿Derrotado? ¿Asesinado? ¿Por un... esperpento de generación incierta? —No sonaba enfadada, sonaba... decepcionada, casi curiosa por la anomalía, pero la decepción de la Matriarca era una tormenta perfecta de terror contenido.

Luego, su mirada, con una velocidad que cortaba el alma, se dirigió a Constantine y Hiroshi.

—Constantine. Hiroshi. Mis hijos mayores. —Su voz siguió siendo suave, pero adquirió un matiz de reproche tranquilo que era más devastador que cualquier grito—. ¿Por qué permitieron que su hermano fuera a jugar a un sitio tan peligroso? ¿Por qué no lo detuvieron? Son los mayores. Son responsables.

Constantine y Hiroshi se tensaron, sus caras, antes seguras en su arrogancia o impaciencia, ahora mostraban respeto absoluto y un miedo latente. —Madre... John actuó...

—No. No se excusen. —La voz de su Mamá se mantuvo en su tono suave, pero la presión en la habitación se hizo casi insoportable—. Son una unidad. Deben cuidarse unos a otros. Protegerse. Asegurarse de que no se expongan innecesariamente a... desorden.

Su mirada volvió a posarse en los tres, abarcándolos. —La lección de Aurion fue... pertinente. Si uno de ustedes es dañado gravemente... si el Linaje Valmorth es deshonrado públicamente... no solo Aurion o Kisaragi tendrán un problema. Yo tendré un problema. —La forma en que dijo "Yo tendré un problema" no sonó a lamento, sonó a una amenaza de escala universal, dirigida a todos los presentes por haber creado esa posibilidad.

Hitomi tejió y peinó en silencio, su atención inquebrantable. Era parte de la escena, pero también aparte de ella, un ancla extraña de calma en el ojo del huracán familiar.

Su Madre suspiró, un sonido suave que, extrañamente, parecía llevar el peso de eones. —Y no quiero tener problemas, mis amores. No quiero que nada ponga en peligro a mi sangre pura. A ustedes. —Había una verdad innegable en esas palabras, una ferocidad protectora que era genuina, por extraña y aterradora que fuera su manifestación. —El hecho de que un 'idiota con potencial' como Kisaragi pueda siquiera ser mencionado en la misma frase que el daño a uno de ustedes... o la posibilidad de mi enojo... es inaceptable.

Se reclinó en su sillón de obsidiana, sus ojos carmesí, antiguos y llenos de un cariño que quemaba, los observaron a sus hijos. —Así que. El problema Kisaragi debe ser... resuelto. Y con él... cualquier otra cosa que Aurion considere una palanca contra mi familia. O contra mí.

No fue una orden gritada. Fue una simple declaración de voluntad. Clara, definitiva, aterradora.

—Constantine. Hiroshi. —Su mirada se centró en ellos, una expectativa silenciosa. —Asegúrense de que esto se maneje. Personalmente. Sin errores. Sin desorden.

—Sí, Madre. —La respuesta fue casi simultánea, las voces de Constantine y Hiroshi firmes, respetuosas, desprovistas de cualquier rastro de la arrogancia de la fiesta. El miedo seguía ahí, la aprensión, pero ahora canalizada en una resolución fría. La desobediencia había tenido su precio. Ahora, cumplir la orden era la prioridad absoluta.

La mirada de su Madre volvió a posarse en John. Había decepción, sí, y el recordatorio de su fracaso, pero también... ese extraño cariño. —Y tú, John. Recupérate por completo. Y la próxima vez... pide permiso.

John asintió, la garganta seca, el respeto y el miedo grabados a fuego. —Sí, Madre.

Hitomi dejó de peinar por un instante. Su mano se posó suavemente sobre la de su madre, una conexión silenciosa. Luego, siguió tejiendo el hilo extraño, el sonido suave en el silencio cargado.

La lección había sido dada. No con golpes, sino con palabras suaves, miradas intensas y la palpable, abrumadora autoridad de la Sra. Valmorth. Los hermanos habían sentido de nuevo el peso de su linaje, la carga de las expectativas y el terror reverencial a la mujer que los quería a su extraña y peligrosa manera. Salieron de la estancia, dejando atrás la luz suave, el olor a tierra, y a Hitomi, tejiendo en silencio al lado de la Madre, hacia el mundo exterior donde el problema "Kisaragi Ryuusei" aún existía, una anomalía que debían erradicar por orden materna. El frío de la estancia de la Madre parecía seguirlos.

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