Varias semanas se habían deslizado desde el crudo tajo del valle ruso; desde el sonido nauseabundo de la regeneración dolorosa resonando en la carne; desde la doble humillación infligida por la frialdad cósmica de Aurion y la cruel metodología de John Valmorth. Varias semanas desde el caos controlado de la retirada forzada y la tensa, silenciosa reunión con el resto del equipo en la inmensidad gris del desierto. Ahora, Operación Kisaragi se encontraba en el corazón latente de Rusia, en Moscú, a una distancia segura del frente activo y de la desolación que habían conocido.
Estaban alojados en un hotel que era un desafío al entendimiento de la guerra: un palacio de mármol pulido que reflejaba la luz, terciopelo suntuoso que invitaba al descanso y destellos de oro en cada esquina. Contrastaba violentamente con las trincheras improvisadas que habían cavado, con el fango pegado a sus botas y la constante, palpable amenaza de muerte que había sido su compañera semanas antes. Suites espaciosas que parecían apartamentos, comidas gourmet que nunca se sirvieron bajo el cielo abierto y plomizo, el silencio confortable de la seguridad que se sentía casi antinatural. Era una paz inesperada, un bálsamo extraño.
Los miembros del equipo se adaptaban a este remanso de lujo, cada uno a su manera particular. Kaira, siempre el ancla pragmática, utilizaba el entorno opulento como un centro de mando improvisado, gestionando logísticas y comunicaciones a escala global con eficiencia fría. Bradley se mantenía como una sombra vigilante en los pasillos alfombrados y las entradas resplandecientes, visiblemente incómodo con la ausencia de peligro palpable, sus sentidos aún tensos por la expectativa del combate. Arkadi paseaba por los salones opulentos con una mezcla fascinada de curiosidad y escepticismo innato, como si todo aquel lujo fuera solo otra ilusión elaborada, hermosa a la vista pero sin sustancia real para él. Volkhov y Aiko parecían encontrar un alivio silencioso en la calma, aunque una inquietud subyacente persistía en sus posturas, la falta de un enemigo directo al que enfrentar los mantenía en una especie de limbo incómodo.
Los miembros entrenados disfrutaban del descanso merecido, aunque la curación no era solo física. Curaban heridas –las que la regeneración rápida no podía borrar del todo, las mentales, las emocionales– a su propio ritmo. Chad exploraba los límites invisibles de la seguridad del hotel con su poder sigiloso, una sombra en los ángulos muertos. Brad parecía genuinamente fascinado por las estructuras de metal y piedra del edificio, analizando su construcción con la mirada de un experto forzado a ser soldado. Amber Lee disfrutaba de la simple bendición de la higiene, el agua caliente y el anonimato relativo que le permitía ser invisible entre la multitud. Y Ezequiel… Ezequiel seguía viendo los patrones del tiempo, quizás un poco más ordenados, un poco menos frenéticos en este ambiente tranquilo, pero los hilos del destino aún danzaban para él. Sylvan se mantenía discreto, un coloso silencioso, una presencia de madera natural en un entorno intrínsecamente artificial, observando con sus ojos antiguos.
Todo este remanso había sido dispuesto por el nuevo Presidente de Rusia. Tras la caótica pero, a fin de cuentas, efectiva intervención de Operación Kisaragi en la batalla, y gracias a los arreglos diplomáticos y las palancas de poder movidas con maestría por Kaira (utilizando el pacto previo forjado por Ryuusei con la nación), la balanza política interna se había inclinado de forma decisiva. El Presidente anterior, comprometido o simplemente ineficaz ante la crisis, había sido reemplazado. El nuevo líder ruso era, inequívocamente, un aliado.
Se organizó una reunión en una de las suites más grandes y ornamentadas del hotel, un encuentro que se sintió más como un encuentro entre socios forjados en la adversidad que como una audiencia formal con un jefe de estado. El Presidente entró, un hombre con una presencia tranquila que inspiraba confianza y una mirada inteligentemente evaluativa, acompañado por un mínimo séquito que se mantuvo respetuosamente en segundo plano. Se dirigió directamente a Ryuusei, que estaba sentado al frente, liderando al equipo.
—Kisaragi Ryuusei —comenzó el Presidente, su voz era formal, resonando con el peso de su cargo, pero con un trasfondo de sincero agradecimiento que parecía genuino—. Y a su equipo… Operación Kisaragi.
Hizo una pausa, su mirada recorrió los rostros —o las máscaras— del equipo, deteniéndose un instante en cada uno, un reconocimiento silencioso. —En nombre de la Federación Rusa, en nombre de nuestro pueblo… les doy las gracias. —La gratitud no era una formalidad vacía; era palpable en el aire. —Nos apoyaron, de forma decisiva, cuando nadie más lo hizo. —Su tono se volvió más severo, un reproche implícito a otros que observaban desde la distancia—. Cuando las agencias de héroes internacionales, atadas por sus propias políticas miopes o intereses privados… miraron a otro lado, o no actuaron con la escala, la urgencia necesaria. —Destacó el contraste, elevando a Operación Kisaragi por encima de las organizaciones convencionales, destacando su diferencia fundamental.
El Presidente se inclinó ligeramente hacia adelante, un gesto inusual de respeto sincero para un líder de su estatura. —Aunque no son rusos, y sus métodos pueden ser… poco convencionales para algunos ojos puritanos… —Una leve, fugaz sonrisa cruzó sus labios—. …se ganaron el respeto, la admiración de todo nuestro pueblo. —Esta afirmación llevaba un peso significativo: el apoyo popular, una base sólida en la narrativa nacional. —Su apoyo en este momento crítico… no será olvidado. Rusia tiene memoria. —La promesa de alianza, de reciprocidad, era clara. Rusia estaba en deuda, y estaba dispuesta a pagar esa deuda en términos políticos y de recursos.
Mientras el equipo disfrutaba del relativo anonimato y la seguridad del hotel, el impacto de sus acciones en Rusia se filtraba desde el mundo exterior a través de las noticias. En los canales de televisión rusos, en los periódicos que circulaban por la capital, se hablaba sin cesar de "los defensores inesperados", del "líder enmascarado y su singular equipo que aparecieron cuando nadie más se atrevió a hacerlo".
La popularidad era innegable, casi vertiginosa. En las calles bulliciosas de Moscú, la imagen de la máscara distintiva de Ryuusei se había convertido en un símbolo instantáneo. En las tiendas de juguetes improvisadas o en los puestos ambulantes cerca de las estaciones de metro, varios niños hacían cola, gastando sus pequeñas monedas para comprar máscaras baratas que imitaban la suya, queriendo emular al héroe recién llegado. Era una iconografía espontánea, poderosa.
Y los cánticos. Si salían a la calle, o simplemente escuchaban por la ventana de sus lujosas suites, podían oír a grupos, a menudo niños jugando en parques o plazas, gritando sus nombres con fervor infantil y esperanza genuina. —¡Viva Ryuusei! ¡El hijo del Yin Yang! —Era un coro que resonaba con una pureza que contrastaba con la crudeza de la guerra. —¡Operación Kisaragi! ¡Los marginados que nos salvaron! —La narrativa pública era simple, poderosa y, para ellos, extrañamente ajena.
Se contaba la historia una y otra vez, magnificada, simplificada para las masas: "Por primera vez en toda la historia… unos marginados… un grupo que no trabaja para ninguna agencia privada, que no responde a ningún gobierno convencional… fueron a apoyar a Rusia en su momento más difícil… no los héroes oficiales que deberían haber venido, atados por sus contratos, sus burocracias o sus gobiernos cobardes". Los posicionaba, de forma ineludible, como héroes del pueblo, independientes, actuando por una razón propia, una brújula moral interna que trascendía las agendas corporativas o nacionales convencionales del mundo heroico.
Para la mayoría del equipo, acostumbrados a operar en las sombras, en los márgenes de la sociedad meta-humana, esta fama repentina, esta adoración pública, era desconcertante, extraña. Kaira, la estratega, lo veía con ojos fríos, como una herramienta política más, una forma inesperada de ganar influencia y apalancamiento en el tablero global. Arkadi lo encontraba una manifestación interesante de la psique colectiva, de la necesidad humana de símbolos, pero sin sustancia real, volátil. Pero para Ryuusei, para el hombre bajo la máscara icónica, la popularidad se sentía hueca, amarga, como polvo en la boca.
Él conocía la verdad brutal que las masas ignoraban. Sabía que no había "ganado" la batalla contra Aurion; había sido humillado, destrozado, derrotado brutalmente en segundos. Sabía que John Valmorth —y más allá de él, Constantino, Hiroshi, Hitomi y la temible figura matriarcal de la Madre Valmorth— eran las verdaderas amenazas, seres de poder ancestral, crueldad intrínseca y una escala que el mundo (y la gente que ahora coreaba su nombre en las calles) no podía siquiera imaginar. Sabía que Aurion no era un héroe bueno que trabajaba para una agencia benevolente, sino el Número Uno con su propia agenda inescrutable y una promesa pública de muerte en Japón que pendía directamente sobre su cabeza. La imagen pública era una simplificación peligrosa, una mentira bienintencionada. Él, el símbolo de esperanza, el líder invicto en la narrativa popular, se sentía como un fraude, un fracaso con un objetivo de muerte marcado en su frente por la mayor potencia del planeta.
Pero la estancia en la capital rusa, el apoyo incondicional del Presidente, el lujo irreal del hotel, proporcionaban un respiro tangible. Un lugar seguro para reagruparse, para curar las heridas (incluso aquellas que la regeneración instantánea no tocaba, las del ego, las del alma, las de la confianza), y, lo más importante, para que Ryuusei pudiera compartir completamente todo lo que había aprendido en el crudo valle —la existencia de las Generaciones, la verdadera naturaleza y amenaza de los Valmorths, la escala real del poder en el mundo—. Durante esas semanas de relativa calma, las conversaciones sombrías tuvieron lugar a puerta cerrada, el equipo absorbió el nuevo y aterrador conocimiento, la verdadera escala del conflicto que se avecinaba se hizo evidente para todos. La popularidad externa, ruidosa y llena de esperanza, contrastaba brutalmente con la sombría comprensión interna de los desafíos titánicos que aguardaban.
El hotel lujoso no era un destino final, sino una parada necesaria. Habían ganado un aliado poderoso y recursos invaluables, pero la misión original no había terminado, solo había mutado. La amenaza de Aurion, y el inminente enfrentamiento en Japón, pendían sobre ellos como una tormenta a punto de estallar.