El viento helado, un lamento incesante, susurraba sobre la tierra desolada, un sudario gris bajo un cielo indiferente. Ryuusei estaba solo, de pie exactamente donde Aurion lo había dejado, donde John Valmorth lo había convertido en un amasijo de carne. Su cuerpo, aunque íntegro de nuevo gracias a la Regeneración Dolorosa, ardía con un dolor sordo, un pulso constante bajo su piel; el peaje brutal de haber sido destrozado dos veces en cuestión de minutos. Estaba agotado, la fatiga calando hasta el alma, vacía.
Su mente era un torbellino de escombros. La insultante facilidad con la que Aurion lo había barrido; la humillación de ser decapitado como si fuera nada; la brutalidad fría, casi académica, de John Valmorth; las palabras de "idiota", "potencial desperdiciado" resonando como golpes frescos en sus oídos. El vasto, incomprensible trasfondo de las Generaciones; su propio potencial de Quinta o Sexta, tan grandioso, tan inútil por su falta de control, su rabia ciega. Y la amenaza final, esa promesa de muerte helada en Japón, colgando sobre él como una guillotina. Era demasiado peso sobre sus hombros cansados.
Miró a lo lejos, hacia el horizonte teñido de gris. Pudo distinguir, incluso desde la distancia opresiva, el movimiento de vehículos pesados, la silueta de tropas replegándose. Las fuerzas japonesas se retiraban. La batalla, la vasta ofensiva en la que había sido pieza clave, había terminado. Aurion había cumplido su palabra, dispersando a los combatientes. La ofensiva canadiense, la que él lideraba, había sido contenida, repelida.
La visión de la retirada enemiga, de la conclusión de la misión en un fracaso estratégico innegable, se sumó al peso abrumador de su derrota personal. Había prometido volver con la victoria para su equipo; había gritado que mataría a Aurion. Y aquí estaba: solo, derrotado, humillado hasta la médula, sintiendo la verdad de cada palabra cruel dicha sobre él. El gran Guerrero Legendario… reducido a la impotencia, a las lágrimas.
Buscó un refugio improvisado detrás de un afloramiento rocoso, un lugar donde el viento gélido no le diera de lleno, donde pudiera estar oculto del mundo, aunque solo fuera por un instante. No pensaba en la misión, ni en la suerte de su equipo en ese momento. Solo en la impotencia cruda que lo consumía. La furia ciega de la batalla se había disipado por completo, reemplazada por una tristeza profunda, abrumadora, que le helaba el alma más que el viento. Se dejó caer contra la roca, el dolor de la regeneración pulsando, recordándole el infierno reciente, pero el dolor emocional era una herida mucho más profunda. Las lágrimas corrieron por su rostro —cálidas, un contraste brutal contra el frío mordiente del aire y su piel febril—, empapando la suciedad y la sangre seca. Lloró por la derrota humillante. Por la vasta, dolorosa distancia entre lo que creía ser y lo que realmente era: un potencial inútil sin la disciplina para usarlo. Lloró por la rabia inútil que lo consumía sin llevarlo a la victoria, por el potencial sin control que se le decía que poseía pero que no podía usar cuando más lo necesitaba. Lloró, sobre todo, por la soledad aplastante de su lucha, la carga que sentía solo en un mundo que no entendía. El llanto era un sonido ahogado por el aullido del viento, un momento de vulnerabilidad cruda e inesperada para alguien que siempre se vio obligado a ser la fortaleza, el muro inquebrantable para otros.
No supo cuánto tiempo permaneció allí, perdido en su pozo de dolor, el tiempo distorsionado por la agonía física y emocional.
Y entonces, sintió otra presencia. Una que no irradiaba el poder opresivo de Aurion, ni la peligrosa arrogancia de John. Más familiar, más suave. Levantó la vista con esfuerzo, limpiándose las lágrimas con el dorso de una mano temblorosa, avergonzado de ser descubierto así.
Aiko estaba allí. Se acercaba a él con una expresión de preocupación tranquila, sus ojos oscuros, profundos, fijos en él con una comprensión silenciosa. Había logrado encontrarlo en aquel inmenso, desolado paraje.
Se detuvo a unos pocos pasos, viéndolo en ese estado de vulnerabilidad cruda, el rostro marcado por el llanto, el cuerpo temblando por el frío, el dolor y el agotamiento. Una chispa de sorpresa cruzó brevemente su rostro al verlo así; era tan inusual, tan contrario a la imagen que todos tenían de Ryuusei. Pero no había juicio en su mirada, solo una profunda, cálida empatía que ofrecía un consuelo silencioso.
Se sentó con él junto a la roca, manteniendo una distancia respetuosa, sin invadir su espacio, pero ofreciendo una presencia sólida. No preguntó qué le había pasado con Aurion o John Valmorth —quizás ya lo intuía, quizás no importaba en ese momento exacto—. Solo vio el dolor inmenso que lo desbordaba.
—Ryuusei —dijo Aiko, su voz era suave, un bálsamo en el aire helado y duro. No intentó minimizar su sufrimiento ni darle ánimos vacíos—. Está bien llorar. A veces… es necesario.
La simple validación de su dolor, viniendo de ella, fue más efectiva que cualquier intento de consuelo forzado. Ryuusei la miró, la fachada que le quedaba comenzó a resquebrajarse por completo. Se abrió, empezó a hablar, al principio con dificultad, la voz áspera por el llanto contenido y el dolor constante. Contó, no todos los detalles crudos y técnicos de la pelea —eso vendría después, con Kaira y Bradley—, sino la sensación abrumadora de lo que había vivido. Habló de haber sido llevado por Aurion como si fuera un juguete, de la brutalidad de la derrota instantánea, de la facilidad con la que fue vencido, de la humillación que sentía en cada fibra, de sentirse completamente superado, patéticamente inadecuado. Habló del dolor, no solo el físico de la regeneración, sino el dolor punzante de su propio fracaso.
Aiko escuchó con atención inquebrantable. No interrumpió. Su presencia tranquila era un ancla, una roca en medio de la tormenta interna de Ryuusei. Cuando él terminó de desahogarse, ella habló, no para ofrecer soluciones mágicas a problemas de nivel cósmico, sino para compartir la experiencia del equipo, para traerlo de vuelta a la realidad que habían compartido. Les había notado ausente desde el puesto de mando, preocupados. Les había visto lidiar con el caos. La trampa japonesa había sido efectiva, sí, a un costo. La retirada fue necesaria; costosa en vidas, en equipo perdido para el ejército canadiense al que apoyaban. Habían lidiado con la incertidumbre sobre su destino, con la necesidad de reagruparse bajo fuego.
—Nos reagrupamos —dijo Aiko, su voz tranquila pero firme—. Bajo el mando de Kaira y Bradley. Tuvimos bajas… sí. Fue jodidamente duro. Pero la mayoría logró salir con vida. Te buscábamos, Ryuusei. No sabíamos qué te había pasado… después de que él… ese tipo, Aurion… se te llevara.
Mientras hablaban, Aiko le señaló hacia el horizonte en una dirección diferente, lejos de donde se retiraban los japoneses. —Mira.
Ryuusei siguió su mirada. A lo lejos, en la vasta y desolada extensión rusa, pudo distinguir un movimiento. No las fuerzas japonesas en retirada, sino su grupo. El resto del equipo de Operación Kisaragi, junto con lo que quedaba del contingente canadiense que habían liderado, ahora en un punto de consolidación, formando un campamento temporal bajo el cielo gris.
Los vio. Y notó algo inesperado en su postura, incluso desde la distancia. A pesar de la retirada, a pesar de las pérdidas sufridas, a pesar de haber sido repelidos de su objetivo… parecían felices. Había un aire de celebración contenida, de alivio y de camaradería palpable que llegaba hasta ellos.
Aiko lo notó también, y una leve sonrisa triste, comprensiva, apareció en sus labios mientras explicaba, su voz teñida de la misma emoción agridulce que sentía el grupo. —Están felices, Ryuusei —su mirada, llena de significado, volvió a posarse en él—. Porque… es la primera vez. La primera vez que hemos luchado… todos juntos. Como un equipo de verdad. Como Operación Kisaragi. Superamos la trampa… la resistencia… y lo hicimos juntos. Confiamos los unos en los otros para cubrirnos la espalda. Y salimos vivos. Esa… esa es la victoria para ellos. Para nosotros.
La visión del grupo, celebrando su unidad y supervivencia a pesar del fracaso estratégico general y la devastadora derrota personal de su líder, golpeó a Ryuusei en lo más hondo. Era un contraste amargo y extrañamente dulce. Él sentía el peso del fracaso absoluto, de la humillación. Ellos sentían la fuerza inquebrantable del vínculo forjado en el fuego de la batalla. Para ellos, la misión había sido un éxito porque la familia que habían formado había luchado junta y había sobrevivido.
Las lágrimas habían cesado por completo, reemplazadas por una nueva comprensión dolorosa pero necesaria. Quizás no había ganado la batalla contra Aurion o Valmorth, quizás la misión estratégica había fracasado estrepitosamente, pero en medio de todo el caos y el dolor, había construido algo inmensamente importante, algo que no podía ser quitado por golpes o humillaciones. Un equipo. Una familia improvisada. Y esa familia, a pesar de todo, lo había estado buscando, preocupada.
El dolor de la derrota personal no desapareció; la humillación seguía allí, el peso de su potencial desperdiciado. Pero ya no estaba solo con él, hundiéndose en la desolación. Aiko estaba a su lado, ofreciendo su presencia silenciosa y comprensiva. Y su grupo lo estaba esperando, una luz distante en la inmensidad gris del valle. El camino de vuelta… acababa de volverse un poco menos solitario, un poco menos frío. La tristeza seguía allí, pero ahora venía acompañada del tenue calor de la conexión humana.