El viento helado de Rusia barría el valle desolado. Aurion había arrastrado a Ryuusei lejos del caos de la guerra, hasta un rincón olvidado por el mundo: un páramo de rocas dispersas y silencio absoluto. Allí, donde el frío cortaba como cuchillas invisibles, soltó a su oponente. Ryuusei se puso de pie lentamente. El aire parecía contener la respiración del universo.
Estaban solos. El héroe más poderoso del mundo… y el aprendiz que creía haber crecido lo suficiente.
Ryuusei sentía el hielo en su piel, pero también el calor interno de su aura negra y dorada, refinada por semanas de entrenamiento infernal. Su cuerpo, marcado por cicatrices y regeneraciones imposibles, le decía que estaba listo. Había sobrevivido a tormentos inhumanos. Y en su mente… eso bastaba.
Creyó que resistir equivalía a superar.
—Aurion —dijo, firme, con voz de acero forjado en sufrimiento—. Esta vez no correré. No me esconderé. El dolor me ha transformado. Estoy en otro nivel. Puedo vencerte.
Detrás de su máscara, los ojos dorados brillaron con determinación. No había miedo… pero sí una ignorancia arrogante del verdadero abismo ante él.
Aurion lo miró. Nada en su expresión cambió. Ni asombro, ni molestia. Solo la indiferencia de quien mira una chispa creyéndose tormenta.
Ryuusei atacó.
Su cuerpo se lanzó como un rayo, sus golpes reforzados por aura y convicción. Movimientos perfeccionados en el sufrimiento. Maniobras letales. Intentos de sorpresa.
Pero cada ataque se estrelló contra la muralla inamovible de Aurion. Ni una sola gota de sudor. Ni un gesto de incomodidad. Ni una pizca de esfuerzo.
Las dagas de teletransporte fallaron: Aurion anticipó el punto de salida. Los martillos imbuidos en corrosión fueron detenidos con un brazo desnudo. Nada tocó carne. Nada dejó marca.
Aurion simplemente… se aburría.
—Ya me aburrí —dijo, sin elevar la voz.
Y con esa frase, más devastadora que un puñetazo, destrozó la última ilusión de Ryuusei. Su arrogancia se desmoronó como vidrio bajo una bota.
Aurion dio un paso adelante. El aire pareció congelarse en su lugar. Algo se rompió en el mundo. La presión aumentó.
—Terminaré esto —dijo—. En dos minutos.
Pero no duró tanto.
Ryuusei, aún tambaleándose entre orgullo herido y desesperación, apenas intentó otro ataque.
Aurion se movió.
No hubo aura. No hubo grito. Solo velocidad pura, brutal, irreal.
Y en un instante…
Un sonido húmedo. Seco. Final.
La cabeza de Ryuusei se separó de su cuerpo.
Su cuerpo cayó con un golpe sordo. La cabeza rodó unos metros, con los ojos aún abiertos, congelados en sorpresa. El corte era perfecto. Frío. Clínico.
Silencio.
Solo el viento volvió a cantar.
Pero el horror no había terminado.
Del cuello cercenado comenzó a burbujear tejido. Músculo, nervios, hueso… regenerándose. De la base de la cabeza también emergieron hilos grotescos, buscando el cuerpo.
Era una tortura viviente. El dolor multiplicado por mil. Como morir en cámara lenta, pero al revés.
Aurion lo observó sin pestañear.
—Aún no estás listo —dijo—. Tienes un cuerpo resistente. Pero tu mente… y tu poder real… están sin pulir. Y tu arrogancia… es tu peor enemigo.
No esperó a ver si sobrevivía. No ofreció ayuda, ni palabras de aliento.
Simplemente se sentó, en medio de ese infierno helado, mirando sin emoción cómo un cuerpo decapitado luchaba por reconstruirse en agonía.
Y así, en la soledad del valle, Ryuusei pagó el precio de su arrogancia.