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Chapter 7 - 4: HERMANOS

Castillo del príncipe Kaladin

Año 860 de la Era Vampírica

Cuatro lunas. Cuatro príncipes. Cuatro vampiros que heredaron el poder del Señor del Acero… cada uno de ellos de un origen totalmente diferente. Y, seguramente, con destinos sellados desde antes de su nacimiento.

 

Como un cazador que persiguiera a su presa a través de la noche, Kaladin le dio alcance a su hermano mientras este observaba desde las almenas el valle debajo de la sombra imponente del castillo recubierto de ceniza gris.

Pero Milo sabía que Kaladin iría por él, por eso no se inquietó cuando lo sintió llegar.

—¿Admiras las vistas, hermano? —preguntó el menor de los príncipes.

—Te tardaste, Kaladin —contestó Milo, sin volverse.

Kaladin se acercó.

—Tenía asuntos que tratar.

—¿Con el santo? —Milo rio divertido—. Debo confesar, hermano, que tu castillo tiene las mejores vistas del Imperio. Y también, al parecer, cuentas con las mejores reservas de esclavos. Ni padre tiene tan buen ganado a su disposición.

Una brisa gélida serpenteó alrededor de los príncipes.

—¿Qué insinúas, Milo? —ladró Kaladin—. La villa más grande está en el norte. Acá solo tenemos pequeños asentamientos.

Milo se volvió y sus ojos metálicos se posaron en los de su hermano.

—Nada. Solo decía —sonrió.

—¿A qué has venido?

—¿A caso no puedo visitar a mi hermano menor?

Hubo un momento de silencio, tras el cual, se oyó el tañido del metal cuando el puño de Milo chocó con la mano de Kaladin. El aire que los envolvía barrió las cenizas de las almenas. Aves negras como la tinta se elevaron hacia el cielo, asustadas.

Kaladin torció la mano de Milo antes de girar y lanzarle una patada en el pecho. El sangre oscura salió volando contra el parapeto que se alzaba por encima de una ladera empinada. Pero el vampiro dio una voltereta, se acomodó de modo que su mano detuvo el impacto y luego se disparó hacia su hermano que sacaba una daga de plata por la manga de su túnica.

La piel de la mano de Milo se tonó metálica en el instante en que la dirigió hacia el rostro de Kaladin, sin embargo, el otro vampiro fue más rápido y astuto, y en cuestión de segundos, se deslizó por el viento, rodeó a Milo por detrás y lo inmovilizó colocando su daga en su pecho. A la altura del corazón.

—¿Te rindes? —Una sonrisa de triunfo se dibujó en los labios de Kaladin.

Milo refunfuñó.

—Tú ganas —concedió de mala gana—. Admito que has mejorado mucho.

—Siempre he sido mejor que tú, hermano —Kaladin se apartó de Milo y guardó la daga—. Tal vez deberías entrenar más y dejar de solo buscar placer y diversión.

Milo se giró con el rostro serio y apagado.

—Kaladin, nuestro padre no está bien —largó sin más.

—Lo sé. Hace mucho que perdió la cabeza. No por nada está encadenado a su trono. Es un peligro incluso para nosotros. Después de todo, sigue siendo el Señor del Acero.

—Roan piensa que ya es tiempo de… —se dio un tiempo para replantearse las palabras—, bueno, reemplazarlo.

Kaladin entornó la mirada.

—Y supongo que él desea reclamar su puesto, ¿no es así?

Milo asintió.

—Según él, es lo correcto. Es el mayor y el más poderoso de los cuatro.

—Ya veo. —Kaladin levantó la mirada al cielo nebuloso y reflexionó—. El más poderoso de los cuatro… ¡qué engreído! Pero todo podría cambiar muy pronto.

Milo arqueó una ceja.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Milo —dijo Kaladin sin responder a su pregunta—. Quiero que me mantengas informado de los movimientos de Roan.

—¿Eh? —soltó él con sorpresa—. ¡Espera! Yo no trabajo para ti, una cosa es que seamos hermanos, algo completamente distinto a ser tu maldito informante. Claro que no.

Kaladin puso una mano en el hombro de él y lo miró a los ojos.

—Confía en mi —le dijo, y su voz sonó abrazadora—. Tú y yo sabemos que Roan no puede tomar el lugar de nuestro padre. Es imperativo que no lo haga o su poder del acero será absoluto. Él no es mejor que ninguno de nosotros. Por el momento, haz eso por mí.

—¿Intentas manipular mi voluntad? —Milo sacudió la cabeza y se separó de Kaladin.

—No, hermano. Solo quiero que me ayudes, que seas mis ojos y mis oídos en el norte del Imperio. Sabes que no puedo poner un pie allí. Por favor, es todo lo que te pido.

Los ojos de plata de Milo desafiaron a los de Kaladin. Sin embargo, el vampiro accedió. Aunque quisiera, no podía negarse. A él tampoco le gustaba la idea de que Roan los gobernara.

—Vale, lo haré —dijo pasado un rato—. Con una condición.

—¿Cuál?

—Que compartas al santo que tienes prisionero llegado el momento.

El semblante de Kaladin cambió. Ahora no había ni un rastro de hermandad en él.

—Te lo advierto, Milo, no te acerques al santo. Lo tienes prohibido. Si te atreves a…

—¡Bien! Entiendo. No tocaré al santo —dijo Milo cabreado—. De todos modos me largaría a las tierras de Roan. Hace mucho que me tiene entre ceja y ceja. No ha sido fácil escaparme de él.

—Perfecto. Es lo mejor, no te ausentes demasiado o podría haber problemas —dijo Kaladin y, tras despedirse, se puso en marcha.

—¡Kaladin! —El vampiro se detuvo detrás de él—. ¿Tienes un plan, cierto?

—Es posible —admitió—. Ten cuidado, Milo. No permitas que Roan se dé cuenta de que lo estas vigilando. Es peligroso.

Milo alzó los hombros.

—Me las apañaré.

—Bien. Nos vemos.

—¡Seguro! —Milo se volvió y vio desaparecer a su hermano en las sombras del castillo. Y pensó: sé que escondes algo, Kaladin, lo veo en tus ojos.

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