Durante una mañana nublada. El cielo estaba cubierto por un velo gris que no dejaba pasar la luz, como si el mundo entero retuviera la respiración. Kael, como cada día, abría su modesta clínica al borde del mercado de la ciudad de Alzer.
Dos figuras se acercaron con paso decidido. Un niño de unos cuatro años, de expresión vivaz y mirada encendida, y detrás de él, una niña mayor, de rostro serio y postura noble.
Leon lo miraba con ojos brillantes.
—¿Tú eres el médico milagroso?
—No hago milagros —respondió Kael, secando sus manos con un trapo—. Solo evito que la gente muera.
—Eso suena a milagro para alguien que está por morir —replicó Leon
Detrás de él, su hermana mayor lo alcanzó. Más alta, más solemne. No dijo nada, pero su mirada escrutaba cada rincón de la tienda.
—Leon Sara Rault —dijo el niño con orgullo, inflando el pecho como un caballero presentándose al rey—. Y ella es mi hermana, Louise. Somos de la Casa Rault.
Kael levantó una ceja. El nombre Rault no le era desconocido. Era una de las casas nobles más antiguas de la República de Alzer, y no cualquier nobleza: una de las pocas aún ligadas a las funciones religiosas del Árbol Sagrado.
—Vine a comprobar si los rumores eran ciertos. —Leon dio un paso más dentro, observando frascos, pergaminos, herramientas improvisadas—. Dicen que aquí curan enfermedades sin usar magia. ¿Es verdad?
Kael asintió con un encogimiento de hombros.
Desde aquel día, los hermanos comenzaron a regresar. Primero por curiosidad. Luego, por costumbre. Y al final, por necesidad.
Kael se dio cuenta de que no venían solo a aprender. Venían a respirar. A dejar atrás el peso de su apellido y las expectativas que arrastraban. En su pequeña clínica, no había siervos, ni instructores, ni ancianas de voz severa que les dijeran qué palabras usar. Solo herramientas, dibujos, historias… y dulces.
Leon lo encontraba fascinante. Era la primera vez que trataba con alguien que no lo reverenciaba, pero tampoco lo ignoraba. Kael, con su actitud tranquila, condescendía sin doblez; si el niño quería un nuevo juego mecánico, se lo fabricaba; si le pedía una historia, inventaba una sobre la marcha.
—¡Kael, quiero un cuento donde yo soy el héroe!
—¿Qué tipo de héroe?
—¡Uno que puede volar y lanza rayos con los ojos!
—¿Rayos con los ojos? Ya me estás pidiendo rediseñar el cuerpo humano.
Leon reía.
Louise no, pero a veces, muy sutilmente, sonreía.
Pasaron semanas así. Luego meses. Una rutina se formó sin que nadie la declarara. A veces solo pasaban media hora. A veces se quedaban medio día. Kael les enseñaba a usar herramientas simples, a leer mapas, incluso a crear tinta con flores. En ocasiones, disfrutaban salir los tres juntos, creando recuerdos que parecían efímeros pero se volvieron esenciales para Kael.
Y entonces, sin previo aviso, Leon enfermó.
Todo fue repentino. Una noche tosió sangre. Al día siguiente no pudo sostenerse en pie. La Casa Rault envió médicos, clérigos, sanadores. Ninguno halló nada. Kael fue llamado, casi como un último recurso… y por primera vez, no supo qué hacer.
S.E.R.A. escaneó todo. Tejido por tejido, célula por célula. Ningún virus, bacteria o toxina. Ningún desequilibrio hormonal. Todo estaba… correcto.
—No hay causa detectable —dijo S.E.R.A. con voz tensa—. Pero el deterioro es real.
Kael no podía creerlo.
—¿Entonces está… muriendo sin razón?
Silencio.
---
Kael, quien hasta entonces había mantenido la compostura ante cada caso, empezó a sentir cómo el miedo lo corroía desde dentro. No era solo que el niño estuviera enfermo. Era que no había nada visible que explicar su condición. Y eso… eso era aterrador para alguien como él.
Pasó días sin dormir. Consultó todos los registros que había acumulado, volvió a dibujar los modelos mentales de la biología humana que recordaba de su vida pasada. Analizó muestras, pidió a S.E.R.A. que ejecutara simulaciones a partir de datos microscópicos, y aun así... nada cuadraba.
Hasta que, una noche en vela, rodeado de pergaminos manchados de tinta, frascos vacíos y platos de comida fría, una posibilidad prohibida cruzó su mente.
Algo que había leído una vez, encerrado en su laboratorio, en su vida pasada.
Un viejo informe, casi perdido entre teorías desacreditadas:
la Paradoja de Coexistencia Temporal.
Una hipótesis de locos. O eso le pareció en su momento.
Según aquel documento, si dos entidades compartían exactamente la misma firma existencial —lo que algunos llamaban "huella del alma"—, su presencia simultánea en una misma línea de tiempo generaría un conflicto cuántico. El universo, incapaz de procesar la duplicación, elegiría por eliminación. Como si una versión fuera tratada como un error... o un intruso.
En ese entonces, Kael se había reído.
"Imposible", pensó. "¿Dos versiones de la misma persona coexistiendo? No hay forma."
Pero ahora… con Leon.
Nada cuadraba. Todo lo demás había sido descartado.
—S.E.R.A… —susurró, su voz temblorosa—Leon… tiene un duplicado.
Kael le explico lo que sabia.
—No una copia. No un gemelo. Es él mismo, desde una perspectiva temporal diferente. Ambas instancias existen al mismo tiempo. Pero el mundo… no puede soportarlo…
—S.E.R.A., ¿puedes confirmarlo? —Pregunto impotente.
S.E.R.A. apenas había escucha sobre viajes en el tiempo. Sus bases de datos no incluyen ni prevén escenarios tan extremos.
Su voz ya no sonaba segura de sí misma, sino como un susurro.
—Esta… teoría… no está contemplada en mis protocolos.
A Leon no le quedaba mucho tiempo; comenzar desde cero, sin una base sólida, significaría trabajar no solo por días, sino por años… quizá incluso décadas.
Kael bajó la cabeza. Por primera vez desde que llegó a este mundo.
—S.E.R.A… no le digas nada. Ni a él, ni a Louise.
—Entendido.
Kael permaneció ahí, en silencio, mientras la noche continuaba cayendo sobre Alzer.