La Torre del Destino no era un lugar que Zatanna frecuentara sin una razón de peso. La magia antigua que se respiraba en sus pasillos la oprimía, como si cada pared susurrara advertencias de tiempos que los vivos habían olvidado. Sin embargo, algo la había obligado a regresar.
—Lo sentiste también, ¿no? —dijo una voz detrás de ella. Constantine. Con el cigarro colgando de los labios y su abrigo maltratado, parecía más un espectro que un hombre.
Zatanna asintió sin mirarlo. Sus dedos acariciaban el aire, manipulando un conjuro de rastreo que fallaba una y otra vez.
—No es magia. No es tecnología. No es divinidad. Es… otra cosa.
Constantine se acercó al Orbe de Presagio, uno de los pocos artefactos capaces de reflejar desequilibrios cósmicos. La imagen era caótica: sombras sin dueño moviéndose entre dimensiones, desgarrando pequeñas brechas en la realidad.
—¿Qué ves? —preguntó ella.
—Nada claro —gruñó John—. Pero sé esto: algo está caminando entre planos. Y no está buscando llamar la atención… todavía.
El orbe tembló. Un destello negro-azul lo recorrió como un latido de poder reprimido. Entonces, por un instante, una figura apareció: silueta humana, ojos como estrellas muertas, rodeada por cientos —¿miles?— de sombras encadenadas a su voluntad.
Zatanna retrocedió.
—Eso… eso no es un dios.
—No —murmuró Constantine—. Es algo peor. Un rey.
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En lo profundo del plano astral, Doctor Fate observaba también. Los portales se agitaban, los hilos del destino temblaban como si un titán caminara por la tela del universo.
“No puedo verlo… pero sé que está ahí. Oculto en el margen de cada posibilidad.”
La Presencia no respondía. Los Nuevos Dioses guardaban silencio. El Espectro mismo había cesado su juicio por varios días.
Algo se estaba gestando.
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Mientras tanto, en las sombras del mundo físico, una figura caminaba entre los restos de un campo de batalla olvidado. Demonios de Apokolips que nunca fueron reportados. Parademonios destrozados. Ningún humano sobrevivió… excepto uno.
Un niño, apenas con vida, sostenía en sus manos una daga hecha de energía oscura que no pertenecía a este plano.
Sung Jin-Woo lo miró en silencio, su capa ondeando con un viento que no venía de este mundo. Alzó la mano, y una sombra emergió del suelo para llevar al niño a salvo.
—Este mundo aún no está listo para mí —pensó Jin-Woo—. Pero sus monstruos ya están aquí. Y no dejaré que repitan lo que vi en mi mundo.
Detrás de él, las sombras se alzaron como un ejército silencioso.