Llegó un día en que el peso se volvió insoportable. No el peso de los libros o de las expectativas del linaje, sino un peso interno, denso y paralizante, que le quitó las ganas de moverse, de pensar, incluso de respirar con facilidad. La depresión la envolvió como una mortaja helada, un abismo silencioso que se sentía más profundo que cualquier cámara subterránea de los Valmorth. Las marcas en su piel se habían desvanecido por completo, un engaño de su cuerpo que sanaba mientras su mente se desmoronaba.
Ya no tenía ganas de levantarse de la cama, lujosa y suave, que se sentía como una celda demasiado cómoda. No tenía ganas de vestirse, de enfrentarse a la rutina, de ver las caras respetuosas y ciegas de las sirvientas, de fingir una serenidad que no sentía. No tenía ganas de sus estudios, los diagramas complejos parecían sin sentido; sus experimentos, vanos. El futuro que su madre había trazado para ella —el matrimonio, la reproducción— se sentía como una sentencia de muerte lenta, un horror silencioso que le robaba el aire.
Los días se volvieron una nebulosa. La luz filtrada por las ventanas caras no llegaba a su interior. El sonido apagado del mundo exterior no la alcanzaba. Estaba varada en una quietud opresiva, cada respiro un esfuerzo, cada pensamiento una carga que la hundía más. El dolor de ser golpeada era lejano, reemplazado por una sensación constante de entumecimiento, de vacío.
La sirvientas venían, sí, con su eficiencia silenciosa. Intentaban que comiera, que se vistiera. Sus voces eran bajas, respetuosas, pero no penetraban el muro invisible que Hitomi había levantado (o en el que se había convertido). Podía sentir su preocupación profesional, pero también su distancia. ¿Cómo explicar el horror de que tu madre te golpee por preguntar sobre el asesinato de tus primos, o el terror a casarte con uno de tus hermanos? No podía. Estaba sola en ese abismo.
Llegó un momento, en medio de ese vacío paralizante, en que la presión acumulada —el miedo, la desesperación, la soledad, el horror de su destino— encontró una fisura. No fue un pensamiento consciente, no fue una decisión. Fue una reacción primaria, un intento desesperado del cuerpo y el alma por liberarse de la presión insoportable. Abrió la boca, y de lo más profundo de su ser, surgió un sonido. No un grito fuerte y articulado, sino un alarido ronco, desgarrado, lleno de toda la agonía contenida que no podía expresar con palabras. Un grito de puro dolor existencial, ahogado por los gruesos muros, pero lo suficientemente potente como para romper el silencio de su propia desesperación.
El sonido rasgó la quietud. Las sirvientas, que se habían mantenido respetuosamente apartadas, reaccionaron de inmediato. Entraron corriendo en la habitación, sus caras, usualmente impasibles, mostrando una alarma controlada. Una de ellas se acercó con cautela, su mano extendida con preocupación tentativa.
—¿Ama Hitomi? ¿Está usted bien? ¿Necesita algo? —Su voz era suave, pero la preocupación era genuina.
Hitomi yacía allí, temblando, sin aliento después del alarido, las lágrimas corriendo silenciosamente por su rostro, la garganta ardiendo. No podía responder. Solo podía mirar a la sirvienta, a la preocupación real en sus ojos, una preocupación que era extraña y ajena en su mundo. Se sentía expuesta, vulnerable, patética.
Después de ese momento, las sirvientas se quedaron con ella, vigilantes, sin presionar demasiado. Consiguieron que tomara un poco de agua. La sentaron. El alarido había sido una liberación, agotadora, pero había abierto una pequeña fisura en el muro de la depresión. No estaba curada, ni mucho menos, pero el entumecimiento absoluto se había retirado ligeramente.
Más tarde ese día, quizás mientras las sirvientas la ayudaban a prepararse para alguna rutina obligatoria que no recordaba bien, o tal vez mientras la llevaban por uno de los pasillos menos transitados del complejo, un fragmento del mundo exterior logró colarse.
Oyeron voces. Jóvenes. Varias de ellas, emocionadas, discutiendo algo con una intensidad que era extraña en ese lugar de control férreo. Hitomi, en su estado frágil, se aferró instintivamente al sonido, una conexión tenue con una realidad diferente.
—¡No jodas! ¿En serio tiene diecisiete? —La voz de un chico, llena de sorpresa.
—Sí, tío, es lo que están diciendo. ¡Diecisiete! Y mira la que lió en Rusia. —Otra voz, una chica, con admiración palpable.
—Ese enmascarado… Kisaragi Ryuusei, ¿no? Se hizo mega popular de la nada. Los rusos lo tienen en un puto altar. —Un tercer chico, sonando impresionado.
Hitomi se tensó ligeramente. Kisaragi Ryuusei. El nombre. El enmascarado que había humillado a John, el "idiota con potencial" que Aurion dijo que podría matar a un Valmorth, la excusa para la ira de su madre y la sentencia de sus hermanos. Ahora… ¿popular? ¿Un héroe?
—Lo vieron por última vez en Canadá, creo. Desapareció un tiempo, y la siguiente noticia es que aparece en medio de la puta guerra en Rusia, con un ejército improvisado. —continuaba la primera voz.
—Es una locura. Dicen que frenó toda la ofensiva, él solo con su gente. O algo así. Da igual, el punto es que flipó a todo el mundo. —La chica, su voz casi reverencial.
—Y ahora un montón de peña quiere unirse a él, ¿sabes? Gente con poderes. Formar parte de su 'Operación Kisaragi' esa. Dicen que no trabaja para nadie, que va por libre. —El tercer chico, con un toque de anhelo en su tono.
—Ya, pero tienes que tener poderes, ¿no? Es lo que decían. Si eres 'normal', pues nada. Te jodes. —El primer chico, con una nota de resignación.
La conversación se desvaneció mientras los jóvenes se alejaban, sus voces volviendo a ser un murmullo ininteligible. Pero las palabras resonaron en Hitomi, un eco discordante en el silencio de su propia miseria. Diecisiete años. La misma edad que ella. Un "idiota con potencial" a quien su familia quería muerto. Un héroe para miles, que inspiraba a otros jóvenes con poderes a seguirlo. Visto por última vez en Canadá. Rusia lo tenía como héroe. Quería gente con poderes.
La información, extraña e inesperada en medio de su abismo, se alojó en su mente magullada. Kisaragi Ryuusei. No solo un problema para el linaje, no solo el hombre que hirió a John. Un chico, de su misma edad, un marginado como ella (a su extraña manera), que estaba haciendo algo en el mundo exterior. Que estaba vivo. Que era popular. Que era un símbolo.
El alarido de desesperación la había liberado momentáneamente del entumecimiento. Las palabras de las sirvientas le habían recordado las expectativas sobre ella. Pero escuchar sobre Ryuusei, el chico de diecisiete años que desafiaba el statu quo y a quien su familia quería erradicar, trajo una chispa diferente. Una chispa de intriga. Una conexión inesperada. Un recordatorio de que existía un mundo fuera de los muros de obsidiana de los Valmorth, un mundo donde los "idiotas con potencial" podían convertirse en héroes y donde quizás... solo quizás... podría existir una ruta de escape. La tristeza y el horror seguían allí, sí, envolviéndola. Pero por primera vez en días, la parálisis absoluta cedió un poco, reemplazada por la tenue, temblorosa posibilidad de algo más allá de su jaula.