El frío no se había ido del todo. Pero ya no dolía como antes. Era distinto. Como si ahora alguien lo compartiera conmigo.
Cuando abrí los ojos, por un instante olvidé el tiempo que había pasado en las calles. La manta vieja ya no estaba sobre mí. Había sido reemplazada por una sábana de seda que me rozaba la piel como un susurro. Y un techo de ensueño —alto, tallado con figuras de pájaros y enredaderas— me protegía del invierno.
Era la primera vez que podía bajar la guardia. Respirar con tranquilidad. Sin temor a que alguien me lastimara en la oscuridad.
Sin embargo, el silencio… era demasiado perfecto.
Al incorporarme, el sonido del pomo de la puerta me sobresaltó. Mis ojos se clavaron en la entrada, que cedió con lentitud, como si el aire mismo dudara en dejarla pasar. Y entonces… la vi.
Tenía un rostro sereno, como si no conociera el miedo. Sus ojos eran grandes y oscuros, con el tono profundo y claro del té bajo el sol poniente, acompañado de una sonrisa que me hizo olvidar que alguna vez tuve miedo.
Al verla acercarse, su cabello me recordó a las hojas del otoño: caía con lentitud, con esa belleza frágil que parece despedirse…
Pero no caía del todo.
Se quedaba en el aire, como una promesa hecha verdad.
—Estás despierta —dijo, con voz suave.
Como una canción sin melodía.
Intenté levantarme, pero no pude. Mi cuerpo seguía siendo una sombra de sí mismo.
La fiebre y el hambre me ataban aún a esa cama.
—No te esfuerces —añadió, con ternura—. Estás a salvo ahora.
Sus palabras no eran órdenes.
Eran un cálido abrigo.
Se acercó con la calma de quien no teme nada, y abrió las cortinas.
La luz del día bañó su figura, y entonces supe con certeza que no era una sirvienta.
Tenía la elegancia de alguien que nació entre los muros de un palacio.
Sin pensarlo, bajé la cabeza. El miedo a ser arrojada a las calles, me hizo inclinarme por instinto.
Pero ella… ella se inclinó frente a mí.
Unió sus manos con las mías.
No como una noble.
No como alguien que ofrece caridad.
Sino como quien comparte una herida.
Luego de unos segundos de silencio, alguien llamó a la puerta.
Ella levantó ligeramente la voz:
—Pueden entrar.
Como si se tratara de un pequeño desfile, las sirvientas empujaban carritos cubiertos con campanas de plata. Al destaparlos, los aromas me atravesaron.
Sopa, pan caliente, fruta, carnes suaves.
Todo aquello que mi mente había olvidado.
Por un instante…
me sentí parte de la nobleza.
Quise sonreír.
Pero mi sonrisa se quebró a medio camino.
Al levantar ligeramente los brazos, estas ramitas secas me recordaron mi desgracia,
donde la vergüenza y la impotencia me envolvían.
Me cubrí el rostro con la sábana, y las lágrimas brotaron sin permiso.
Pero en medio de esa oscuridad…
su voz volvió a iluminarme.
Y su aroma —a flores, me hizo creer que todo estaría bien.
Cuando nuestras miradas se encontraron, no hubo secretos.
Yo solo era una niña rota… mis pequeñas cicatrices eran mi vergüenza.
Pero ella las tocó como si fueran mapas de un territorio valioso.
—¿De verdad… se me permite ser feliz? —pregunté entre sollozos.
Ella no respondió.
Pero el calor de su piel, el tacto de sus manos,
fue una respuesta más fuerte que cualquier palabra.
Como si fuera una niña mimada, las sirvientas me alimentaban con paciencia.
Mientras tanto, mi salvadora me observaba con una sonrisa cálida… una que me hacía sentir
importante.
Pero el miedo aún latía en mí.
¿Y si solo era su amabilidad?
¿Y si los demás no me aceptaban?
Los días pasaron. No podía contarlos.
Solo sabía que mi salvadora estaba ahí, hablándome como si me conociera de antes.
A veces me hablaba de los jardines del palacio.
De las aves del tejado.
O del sabor de las frutas dulces.
Pero cuando oí "jardines del palacio", no lo creí. Pensé que era un juego, o un error mío.
En una ocasión, me dejo al cuidado de las sirvientas y los doctores, fue en ese momento donde reuní el valor para preguntar.
—¿Dónde… estoy?
Las sirvientas no dudaron en responder.
Y la verdad me golpeó como un sueño imposible: Estaba en el palacio real de Roster.
Tan pronto como tomé mis medicinas y me alimentaron, me levanté y caminé hasta el balcón de la habitación. Al abrir las puertas, el viento me dio la bienvenida.
El sol me golpeó los párpados: demasiado brillante para ser real, demasiado cálido, como si quisiera decirme que el invierno había terminado… que las flores volverían a renacer.
Los pájaros cantaban.
No por alegría, sino para convencerme de que aún quedaba esperanza.
Los días siguieron pasando.
Hasta que mi cuerpo recuperó su color.
Mis huesos dejaron de notarse, y mi rostro dejó de parecer una triste máscara.
El agua tibia del baño me hacía sentir viva.
Pero esa mañana ocurrió algo inesperado.
Cuando la reina entró, las sirvientas empezaron a respirar distinto.
Su perfume de rosas llenó la habitación antes que sus palabras.
Me hundí en las burbujas de la bañera.
Pero no había dónde esconderse.
La reina tenía una mirada serena.
Vestía con una elegancia sin excesos.
Pero al mirarme a los ojos… no supe qué decir.
—Pequeña niña del norte —dijo, con voz tranquila—. Disculpa mi interrupción. Por eso seré clara y sincera. ¿Qué piensas hacer… de ahora en adelante?
Mi garganta se cerró.
Mis dedos se aferraron al borde de la bañera.
No pude responder. Tenía mil preguntas:
¿Cómo sabía de mi origen?
—No te esfuerces —dijo, acariciando mis cabellos.
No había malicia en su mirada—. Ocultaremos tu secreto.
Pero aún no he decidido si confiaré en ti.
Desde ese día, habían pasado cinco meses desde mi llegada al palacio.
Ya podía caminar sin dificultades.
Todo a mi paso parecía maravilloso, lleno de vida y paz.
Un lugar donde —creía— nadie me señalaría.
Al menos… eso creía. Hasta ese momento.
Cuando mi señorita tomó mi mano, sentí que compartíamos un secreto.
Una travesura silenciosa entre dos almas que aún no conocían la culpa.
Esquivamos a las sirvientas.
A los caballeros que custodiaban los pasillos como estatuas vivas.
Y nos adentramos en el jardín.
Los pétalos caían como una lluvia detenida en el tiempo.
Los rayos del sol atravesaban el follaje,
dibujando un sendero dorado entre los setos del laberinto.
No dijimos nada.
Pero nuestras sonrisas caminaban unidas,
como si se cantaran la una a la otra.
Nos detuvimos frente a una fuente.
El agua quieta reflejaba nuestros rostros.
Fue allí, en ese silencio perfecto,
donde por fin supe el nombre de quien me había salvado.
—Gracias… señorita Winter —susurré, con una gratitud que me temblaba en la voz.
Entonces sucedió.
Una risa leve, sin burla.
Como si una estrella se hubiese encendido en su pecho.
—No soy señorita —dijo, con una sonrisa traviesa—. Llámame Ethan Winter.
Me congelé.
Su piel era tan limpia…
Su cabello, largo y suave, tenía el color de las hojas de otoño suspendidas en el aire.
Y su rostro…
Parecía salido de un cuento.
—¿E-Ethan...? —pregunté, con la voz atorada.
—Sí —asintió—. Ya sé, parezco una niña…
Pero soy un niño.
Tengo siete años.
Soy el tercer príncipe.
Dicho eso, infló el pecho con orgullo. No mucho, solo lo justo para parecer importante.
Mis labios querían moverse, pero mi mente se congelo.
No era rechazo. Era asombro.
Ethan no dijo más. Solo me ofreció una manzana y se sentó a mi lado, como si el mundo no hubiera cambiado. Ese día, por primera vez, supe que no quería alejarme jamás.
Quería ser su sombra. Su reflejo.
Quería quedarme. Simplemente quedarme.
Pero entonces lo escuché:
el crujir de la hierba.
Alguien se acercaba.
—Aquí estabas, mi pequeño Ethan…
La voz venía cargada de dulzura.
Antes de que pudiera verla con claridad, una mujer joven se acercó y envolvió a Ethan en un abrazo que lo hizo desaparecer entre sus brazos. Parecía un peluche atrapado. Y, sin embargo, había ternura en su mirada.
Lo único que me llamó la atención —más allá de su porte— fueron sus manos. Curtidas. Firmes. Eran manos que conocían el peso de una espada. Estaba segura de eso.
Entonces, nuestras miradas se cruzaron.
Y por un instante, sentí que unas manos invisibles se cerraban sobre mi garganta.
El aire me abandonó en un suspiro.
No dijo nada. Pero su mirada lo dijo todo.
Fue solo un segundo, lo sé. Pero bastó.
Mi cuerpo retrocedió antes de que pudiera pensarlo. Como una hoja que se pliega al viento.
Ethan, sin notarlo, se deslizó fuera del abrazo con un pequeño puchero y volvió a tomar mi mano, como si ese gesto bastara para protegerme del mundo.
—Ella es Ester —dijo, mirándome con una alegría que me dolía por dentro.
La princesa me observaba aún, aunque ya no con aquella intensidad. Era demasiado hermosa… pero ahora no entraré en detalles.
No quería que él lo notara. Ni la forma en que me ignoraba. No quería que viera a su hermana con otros ojos. Quería que esa inocencia se mantuviera en su mirada.
Reuniendo fuerzas, me incliné con respeto.
—Buenos días, señorita Winter. Es un placer tener su magnánima presencia —dije, procurando que mi voz no temblara.
No me respondió.
Solo volvió su atención hacia Ethan, acariciándole el cabello con dedos suaves y mecánicos. Él frunció el ceño, entre avergonzado y complacido, como un gato acariciado frente a sus amigos.
Luego, sin siquiera mirarme, se giró.
—Nuestra madre me envió un mensaje. En treinta minutos, nos reuniremos en el comedor. No lo olvides, pequeño hermano.
Y se marchó.
Solo entonces me di cuenta de que había estado conteniendo la respiración.
El aire volvió. Pero lo que más me aliviaba era que Ethan… aún se preocupaba por mí.
Fingí que seguía cansada por la recuperación. No quería que notara el temblor que aún me recorría los dedos.
No la culpaba. Tener a un extraño en casa siempre es molesto. Más aún si ese extraño se gana la atención del más pequeño. De aquel que aún no conoce la maldad del mundo.
Tal vez por eso… su hermana me odiaba sin palabras.
Solo soy una mujer sin linaje.
Lo único que tengo es la compañía de su hermano.
Y eso, para ella, ya es demasiado.
No puedo evitarlo.
Quiero ser más digna.
Quiero, algún día, ganarme el favor de la reina.
Y también… el de ella.
Pero sé que aún estoy muy lejos.
Hay tanto por contar.
Tanto que decir… que el tiempo se me acaba.
¿Debería escapar de mi ejecución y unirme al norte?
En primer lugar, fui yo quien lo destruyó.
Si doy ese paso, estaré declarando una guerra sin cuartel contra la hermana de mi señor.
No me quedan ganas muchas de seguir viviendo.
No sin la compañía de quien me salvó de la fría nieve.
Tres horas.
Eso es todo lo que me queda de vida.
Al levantarme de la cama, miré a través de las pequeñas rejas.
Afuera, la capital ardía en caos.
Aunque muchos apoyaron a Liliana como nueva reina, las sospechas crecen.
Algo se ha quebrado en las calles.
Tal vez Estefan esté haciendo bien su trabajo como detective.
Tal vez ya sembró la semilla de la discordia.
Antes de ser encerrada, le pedí que siguiera cualquier pista.
Cualquier sombra que pudiera guiarnos hasta la verdad.
Si Liliana fue la autora de esta rebelión…
No descansaré.
No hasta que mi espada toque su miserable cuello.
Faltan tres horas.
Quizás si sigo recordando…
Si me aferro a cada herida…
Tal vez encuentre otro motivo para avanzar.
Y vivir… solo para la venganza.