La mujer avanzaba con paso contenido, como si el más mínimo sonido pudiera despertar algo oculto en la oscuridad. Sostenía una lámpara de aceite cuya luz apenas lograba rasgar la negrura que se cernía a su alrededor.
—¿Quién eres…? —se preguntó en silencio, al recordar que aquellos hombres ya se habían marchado.
Se inclinó ligeramente, con la intención de despertarla… pero se detuvo a medio paso. Su mano quedo suspendida entre la duda y el deseo de confesarle la verdad… pero ¿cómo explicarle el encierro… y los rostros que iban y venían como sombras? ¿Cómo poner en palabras un infierno que ni ella misma terminaba de comprender?
Con un suspiro silencioso, se dejó caer en una silla que rechinó, como si protestara contra su debilidad. Sacó un viejo diario de entre sus ropas y lo sostuvo unos segundos, como si enfrentara su propio pasado.
Finalmente, pasó una página y comenzó a leer en voz baja:
—Mi nombre es Sofía... y no recuerdo exactamente cuánto tiempo he pasado en esta prisión. Este sentimiento de soledad se ha calmado... pero me duele pensar que otras personas pasarán por el mismo dolor que yo.
Sofía contempló a la joven estremecerse por el frío, luego giró en silencio, decidida a buscar una manta. Mientras recorría el lugar, la luz de la lámpara revelaba rincones llenos de polvo y olvido, donde los muebles y objetos permanecían inmóviles. Un reloj de pared se había detenido en una hora que ya nadie podía recordar.
—Al fin lo encontré —murmuró. Al regresar, dejó la lámpara en el suelo y la cubrió con una manta.
Con el tiempo haciendo efecto, la joven abrió lentamente los ojos e intentó levantarse, pero su cuerpo aún temblaba. La desesperación comenzó a inundar su pecho al ver cómo la oscuridad seguía cerniéndose a su alrededor. Al oír un leve movimiento, giró la cabeza con esfuerzo, buscando el origen del sonido.
—No te preocupes, solo trata de descansar —dijo Sofía con una sonrisa tranquilizadora mientras se acercaba—. ¿Cuál es tu nombre?
—Mi nombre… es… Nadia —respondió débilmente—. Necesito encontrar a una persona. ¿Me ayudarías?
—Puedes llamarme Sofía. La persona que vino contigo está en la parte trasera de la habitación.
Con un gesto amable, se sentó a su lado y le ofreció el calor de sus manos, como si quisiera disipar las sombras que aún las rodeaban.
Al intercambiar palabras, la mente de Nadia se llenaba de preguntas: "¿Por qué nos tienen aquí? ¿Qué buscan de nosotras?" Quería saber cuánto tiempo llevaba encerrada, pero intuía que debía ser cautelosa; no quería poner en riesgo la frágil confianza que apenas comenzaba a formarse.
Por su parte, Sofía parecía percibir las dudas que la atormentaban. Quería contarle su historia, abrir su corazón… pero no encontraba las palabras.
Al otro extremo de la habitación, Ethan estaba atrapado en un sueño agridulce. Su cuerpo se movía de un lado a otro, provocando que las bisagras oxidadas de la cama crujieran con cada movimiento.
En su sueño, se encontraba en un campo bañado por una luz cálida e irreal. Frente a él, su madre y sus hermanas caminaban de espaldas, envueltas en una bruma dorada.
—¡Madre… hermanas… ¿a dónde van…? ¡Por favor, espérenme! —gritó, extendiendo los brazos hacia ellas. Pero sus pies estaban anclados al suelo, como si el tiempo mismo lo hubiera condenado a no avanzar. Las figuras seguían alejándose, hasta que solo quedó el vacío. Las lágrimas brotaban sin control, ardiendo en su rostro.
Despertó con un sobresalto. Su pecho subía y bajaba, como si aún intentara escapar de una pesadilla que se negaba a irse.
—¿Aún… sigo… con vida? — su voz era un susurro que navegaba en su mente.
Todavía temblaba. No sabía si por miedo, por frío o por el simple hecho de seguir existiendo. Y entonces, entre todo ese laberinto de oscuridad, escuchó la voz de Nadia.
Con pasos inseguros arrastraba los pies. No por torpeza, sino porque cada paso era una lucha contra algo que no entendía, como si una fuerza invisible intentara retenerlo.La luz frente a él parpadeaba. Y en medio de esa negrura, dos siluetas comenzaron a tomar forma. Una joven se encontraba junto a Nadia, con una postura tan frágil como su apariencia. Llevaba un vestido que, en tiempos pasados, debió de haber sido elegante, pero ahora lucía tan descolorido como la habitación.
Tenía unos quince años, con una piel pálida que había dejado de sentir los rayos del sol. En sus ojos esmeraldas se escondían un misterio que no podía descifrar. El cabello castaño le caía en mechones desordenados hasta sus delgados hombros, como si hubiese sido cortado en medio de una huida.
Aunque había algo en ella que le resultaba familiar, decidió que no era momento de resolver ese misterio. En su lugar, se obligó a observar la interacción entre ambas. Nadia parecía cómoda en presencia de la joven, como si fueran amigas de toda la vida. Pero él no podía compartir esa calma.
Sofía, al notar la tensión en su mirada, le respondió con una frialdad que lo hizo tensar la mandíbula. Nadia, sin captar del todo el cambio de ambiente, intentó decir algo para aliviar la tensión, pero Ethan fue más rápido.
—¿Tienes frío? —preguntó al notar que ella se abrazaba a sí misma.
—No, estoy bien.
Sin decir una palabra más, se quitó el abrigo y, con la misma delicadeza que había mostrado en el pasado, lo colocó sobre sus hombros. Nadia alzó la mirada y dejó escapar un suspiro cargado de recuerdos.
—Siempre tan obstinado —murmuró ella, esbozando una sonrisa tímida.
Aunque Ethan tenía muchas preguntas para Sofía, intuía que no sería fácil obtener respuestas. Consciente de su situación, le pidió a la joven que los dejara solos.
Sofía asintió en silencio… pero justo cuando él se disponía a hablar, el chirrido agudo de una puerta metálica quebró el silencio.
Giró de inmediato y alcanzó a ver, con detalle, cómo Sofía se hacía uno con la oscuridad. Esa acción lo inquietó. En un abrir y cerrar de ojos, la puerta se abrió de golpe. Tres hombres encapuchados irrumpieron en la habitación, empujando una camilla. Sobre ella yacía un joven inconsciente, con la ropa teñida de sangre.
Ethan y Nadia sintieron un nudo en el estómago al ver la escena. No era solo el horror de la sangre lo que los afectaba; era el miedo de saber que, por mucho que intentaran huir, el peligro siempre estaría presente.
Al ver al joven herido, reconoció en él una sombra de sí mismo.
"Creía que, al tener toda clase de riquezas, podría salvar a mi familia… Fui tan iluso."
Ese pensamiento se repetía sin descanso, minando su determinación.
Aunque los hombres ya se habían retirado, su pecho seguía oprimido. No solo por el sufrimiento del muchacho, sino por ese destino que parecía empeñado en burlarse de su vida.
"¿Acaso no le basta con haberme quitado a mi familia?"
Sin tiempo para profundizar su tormento. La voz de su acompañante lo ancló de nuevo a la realidad.
—¿Es Isaac? —preguntó Nadia, con una mezcla de miedo y preocupación.
El miedo y la oscuridad parecían envolverlos. Sin embargo, la lámpara se negaba a ceder su territorio; su llama, aunque cada vez más débil, se resistía… hasta extinguirse.
La voz de Nadia alertó a Sofía, quien se apresuró hacia su compañero, solo para encontrarlo en un estado lamentable. Los ojos de aquella mujer reflejaban un pasado oscuro, pero luchó por apartar esos sentimientos.
Las manchas de sangre en la ropa de Isaac arrojaron una sombra de pánico sobre Nadia. Ethan la abrazó, intentando calmarla, pero el miedo y la tensión terminaron por vencerla… hasta que finalmente cayó inconsciente.