Tras superar el desafío del Jardín de las Sombras y recibir la formación que solo el tiempo y el silencio podían otorgar, Takeshi Kurogane se encontraba en el umbral de la verdad.
A su lado, el anciano Hachiro lo observaba con serenidad. Había algo en su postura, en la forma en que sus manos descansaban sobre el bastón de madera envejecida, que transmitía la quietud de alguien que ha visto muchos finales… y unos pocos comienzos. Su presencia no imponía; sostenía. Como una raíz invisible que unía la historia del templo con el corazón de quien lo pisaba.
La cámara central del Templo de la Luz y la Sombra respiraba solemnidad. Las paredes circulares estaban cubiertas de símbolos antiguos y estrellas pintadas con pigmentos que aún brillaban, pese al paso de los siglos. En el centro, un altar de piedra negra sostenía el pergamino ancestral: un rollo de papel amarillento y agrietado que parecía esperar, paciente, desde hacía generaciones.
Takeshi se acercó con paso lento. El aire alrededor del altar estaba cargado de una energía densa, como si el tiempo se detuviera a cada palmo. Las velas que rodeaban la sala parpadeaban sin viento. Las sombras no se movían. Las inscripciones en el pergamino destellaban levemente, como si reconocieran la sangre de quien las iba a leer.
—Este no es un simple escrito —dijo Hachiro con voz tranquila—. Es un fragmento del alma de tu linaje. Leerlo sin preparación sería como mirar al sol sin párpados.
Takeshi cerró los ojos. Respiró hondo. Recordó las palabras aprendidas en su formación: la disciplina de la mente, la firmeza del alma, la apertura del corazón. Había aprendido a calmar los pensamientos, a controlar el temor… pero nunca imaginó que el conocimiento doliera tanto antes de revelarse.
—Debes conectarte con la esencia de los Kurogane —añadió Hachiro—. Solo así las palabras se abrirán ante ti.
Takeshi asintió. Se arrodilló ante el altar y apoyó las manos sobre el pergamino. Estaban frías. El contacto con la superficie envejecida le provocó un escalofrío que subió por su columna hasta alojarse detrás de los ojos. Sin dudar más, comenzó a recitar las frases ancestrales.
Las palabras fluían como si siempre hubieran estado dentro de él, esperando el momento correcto para salir. A medida que las pronunciaba, la atmósfera en la cámara cambió. Una brisa invisible agitó las velas, las paredes temblaron levemente y una luz pálida emergió del propio pergamino, envolviendo a Takeshi como un velo de conocimiento vivo.
Y entonces, las visiones comenzaron.
Rodeado por una neblina dorada, Takeshi fue arrancado del presente. Se encontró en campos abiertos, en fortalezas olvidadas, en templos incendiados. Escenas de épocas que jamás vivió se sucedían como un torrente. Cada imagen era una memoria, no suya, sino de aquellos que vinieron antes.
Vio a los fundadores del clan Kurogane, con armaduras de obsidiana y espadas que brillaban con fuego purificador, alzarse contra horrores invisibles. Vio pactos sellados en altares secretos, y sangre derramada no por ambición, sino por necesidad. Vio, también, la primera manifestación de la maldición: un niño que lloraba sombras y cuyo reflejo desapareció en los espejos.
Luego, las escenas se hicieron más íntimas. Un ancestro que eligió el sacrificio antes que rendirse al poder. Una mujer de ojos idénticos a los de Ayumi que se internó en la oscuridad y nunca volvió. Un joven que abrazó la maldición y destruyó todo lo que amaba, riendo mientras el templo ardía a su alrededor.
Takeshi sintió un nudo en el pecho. Comprendía ahora que su lucha no era única. Que él no era un elegido, sino un eslabón más en una cadena que se extendía más allá del tiempo.
La visión culminó con un reflejo de sí mismo. Estaba cubierto de cicatrices, con los ojos brillando en luz y sombra. No podía saber si era una advertencia… o un destino.
Cuando volvió en sí, la luz del pergamino se desvanecía lentamente. El aire estaba inmóvil. Takeshi estaba de nuevo en la cámara, arrodillado, jadeando como si hubiera corrido una eternidad.
Sus manos temblaban. El pergamino yacía ante él, ahora inerte, como si nunca se hubiera movido. Pero lo había hecho. Y él también.
Hachiro se le acercó despacio. Sus ojos mostraban un destello de respeto.
—Lo has visto todo. Lo has sentido —dijo en voz baja—. Y sigues de pie. Eso no es común.
Takeshi alzó la mirada. Había fuego en sus ojos. No rabia. No miedo. Fuego puro: el de la comprensión y la voluntad.
—Ahora lo entiendo —dijo—. Esta maldición… no es solo una carga. Es una prueba. Una que puede deformarte… o fortalecerte.
El anciano asintió.
—Muchos no lo comprenden. Algunos se pierden. Otros… se creen salvadores. Tú no has hecho ni lo uno ni lo otro. Has escuchado.
Takeshi se puso de pie lentamente, como quien ha renacido.
—¿Esto es el final? —preguntó.
Hachiro negó con suavidad.
—Es el final… de tu ignorancia. Ahora comienza el camino verdadero. Debes regresar. Aplicar lo aprendido. La sangre de tu linaje hierve. Y Ayumi está cada vez más cerca del abismo.
Takeshi apretó los puños. Recordó su rostro, su mirada perdida, la forma en que la oscuridad había brotado de ella como si siempre hubiera estado allí.
—La traeré de vuelta.
—Entonces no tardes —susurró Hachiro—. El tiempo, incluso para los malditos, también se agota.
Con paso firme, Takeshi descendió por los peldaños del templo. La niebla aún cubría el mundo, pero ahora no era un velo, sino una promesa. El viento soplaba a su espalda, como empujándolo hacia su destino.
El Templo de la Luz y la Sombra se fue desdibujando detrás de él. Ya no era un lugar: era una parte de él. El conocimiento recibido ardía en su interior como un faro, y cada latido de su corazón repetía el mismo mensaje:
Ayumi.
La próxima etapa lo llevaría de regreso a la Mansión Kurogane. Pero ya no como un heredero perdido. Sino como el portador del fuego ancestral.
Y la oscuridad, ahora lo sabía, no estaría sola esperando.
Lo estaría acechando.