Con los años, Nihonara floreció bajo la custodia de los hermanos Kurogane. Takeshi y Ayumi, forjados en la oscuridad y templados en la luz, se convirtieron en pilares de paz, escudo contra lo imposible, y guías de una generación que ya no vivía con miedo al pasado.
Los aldeanos los llamaban los Guardianes de la Llama, y sus nombres eran murmurados con reverencia en templos, mercados y hogares. Sin embargo, incluso las historias más luminosas encuentran su sombra.
En los rincones más antiguos del mundo, donde ni la luz de los dragones alcanza, algo comenzó a despertar. Un murmullo al principio. Un estremecimiento en los sellos del templo. Una grieta en el silencio.
El Devorador de Almas, una entidad olvidada por la mayoría pero temida por los sabios, había escapado de su prisión etérea.
Nadie supo cómo. Solo que su llegada oscureció los cielos y enfermó la tierra. Los animales huyeron. Los dragones dejaron de responder a los llamados. Las sombras, antes dormidas, se alzaban en formas imposibles.
Takeshi y Ayumi sintieron el cambio en sus cuerpos antes que en el aire. Una presión antigua, una vibración fría recorriéndoles la sangre. Sabían lo que significaba.
—Es hora —dijo Ayumi, con la mirada perdida en el horizonte.
—Sí. Esta será la última batalla.
El enfrentamiento tuvo lugar en el Valle del Aliento Eterno, donde se dice que los dioses antiguos respiraron por primera vez. La tierra estaba quebrada, como si llorara. Un eclipse velaba el cielo, dejando una luz espectral que envolvía todo en tonos de pesadilla.
El Devorador de Almas emergió de un torbellino de oscuridad líquida. No tenía forma fija, pero en su centro palpitaba un núcleo de odio antiguo, una amalgama de miles de almas corrompidas. Su voz era un rugido sordo, una multitud gritando desde el abismo.
Takeshi desenvainó Kokuyō no Yaiba, ahora purificada. Su hoja brillaba con una llama blanca, viva, danzante. Ayumi, envuelta en un aura azul, invocó los sellos sagrados heredados de los dragones.
El choque fue cataclísmico.
Cada ataque del Devorador oscurecía el aire. Cada golpe de los hermanos arrancaba destellos de esperanza. Montañas se agrietaron. Ríos se evaporaron. El mundo parecía contener la respiración mientras el bien y el mal se enfrentaban en su forma más pura.
Takeshi fue herido. Ayumi cayó, pero se levantó sangrando, sus ojos ardiendo de determinación.
—No podemos vencerlo —dijo Takeshi, jadeando—. No de esta manera.
Ayumi lo miró. Sus manos temblaban. Lo entendió al instante. No bastaba con derrotarlo. Debían sellarlo otra vez.
Recordaron las palabras del Maestro Ryujin. El sello requiere alma y sangre. Dos para cerrar lo que nunca debió abrirse.
Sabían lo que significaba.
En medio de la batalla, mientras el Devorador desgarraba la tierra con un grito abismal, los hermanos se tomaron de la mano. Se miraron por última vez. Y sonrieron.
—Lo haría de nuevo —murmuró Ayumi.
—Y yo contigo, siempre.
Se colocaron frente al núcleo del Devorador, donde la energía más oscura palpitaba. Takeshi clavó la espada en el suelo. Ayumi extendió los sellos. Sus cuerpos comenzaron a brillar, no con luz ordinaria, sino con la esencia misma de quienes sonaban con un mundo mejor.
—¡Por Nihonara! —gritaron al unísono.
El sello se activó.
Una explosión de luz dorada estalló, cubriendo el valle. El Devorador aulló, su núcleo implosionando, arrastrado hacia un vórtice de runas, fuego y espíritu. El cielo volvió a abrirse, el eclipse se disipó, y la sombra desapareció.
Pero cuando el polvo se asentó… ya no estaban.
Los campos de Nihonara se cubrieron de silencio.
Durante días, nadie habló. Ni los animales. Ni el viento. Solo las lágrimas corrieron, y las flores blancas crecieron donde los hermanos habían caído.
La espada fue hallada, plantada en el centro del Valle, rodeada de dos piedras marcadas con los kanji de sus nombres: Takeshi y Ayumi.
La gente vino desde todos los rincones. A rezar. A llorar. A agradecer.
Los dragones, por primera vez en siglos, descendieron de los cielos. Custodiaron el lugar como un santuario. Y en los cielos nocturnos, comenzaron a verse dos estrellas nuevas, brillando siempre juntas, cruzando el firmamento como dos llamas eternas.
La leyenda de los Kurogane se convirtió en la base del nuevo Nihonara.
Ya no eran solo guardianes de una familia. Eran los símbolos de lo que significaba dar todo sin pedir nada a cambio. Sus nombres fueron tallados en cada templo, sus enseñanzas pasadas a cada nuevo aprendiz.
"El verdadero poder no está en vencer a la oscuridad… sino en iluminar a pesar de ella."
Y en cada amanecer, cuando el sol asomaba por las montañas y el viento soplaba suave sobre los campos, algunos decían escuchar dos voces, como un eco suave:
"Siempre que haya alguien que ame esta tierra…"
"…siempre estaremos aquí."