La voz de un joven retumbaba débilmente en la grabadora portátil, apenas por encima del sonido del viento y la arena deslizándose por las rocas
—Bitácora de campo, entrada uno. Mi nombre es Erick Low, estudiante de arqueología en la Universidad de Oxford, grupo de expedición amateur ‘Delta Nefertum’. Hoy es nuestro primer día oficial en estas ruinas sin catalogar al norte del desierto egipcio. Estoy emocionado, sí. Nervioso, también. Pero si estás escuchando esto... es porque sobreviví. Probablemente.
Erick sonreía mientras acomodaba el micrófono en el cuello de la camisa y reenfocaba el lente de la cámara, tratando de sonar profesional, relajado. El calor del desierto era brutal, y no recordaba haber tomado tanta agua en un solo día.
La entrada del templo frente a él era apenas un hueco tallado en la piedra, con símbolos desconocidos y fragmentos de ruina esparcidos por la arena. Su sombra se alargaba hacia el interior, donde sus amigos ya habían comenzado a explorar sin esperar al "arqueólogo vocacional".
—¡¡Erick!! —bramó una voz masculina desde adentro, seguida de un eco burlón—. ¡Deja de grabarte tus podcasts egiptomamertos y mueve ese culo de momia!
Darius, sin duda alguna.
Erick suspiró, entre divertido y resignado, justo cuando otra figura se acercó por detrás, envuelta en perfume barato y energía peligrosamente dulce.
—¿No puedes seguir grabando después? —preguntó una voz femenina, melosa, mientras se aferraba a su brazo con total descaro—. No seas antisocial, arqueólogo sexy…
Erick le dedicó una sonrisa nerviosa. Camila era como un huracán suave: te acariciaba con ternura, pero sabías que si te dejabas llevar, acabarías arrastrado al ojo del caos.
—Estoy tratando de dejar un registro histórico, ¿ok?
—Y yo intento que tú seas parte de la historia, no solo el narrador.
Camila tenía esos ojos azules que podían hacerte olvidar tu propio nombre, y esa sonrisa con la que se podía destruir una muralla emocional sin levantar la voz. Detrás de su coquetería, Erick lo sabía, había una niña rota que él había abrazado más veces de las que podía contar.
—Cinco minutos más —murmuró él, cediendo.
—Cinco segundos —corrigió Darius, apareciendo entre las sombras del pasillo de piedra con una linterna descargada en una mano y un trozo de hueso en la otra—. ¡Vamos, Indiana Jones de bajo presupuesto! ¡Encontramos una entrada nueva y huele a sacrilegio viejo!
—¿Huele a qué? —preguntó Erick, alzando una ceja.
—No sé, pero si huele tan jodido, seguro vale la pena tocarlo.
Y así, sin equipo, sin permisos, sin sentido común, seis jóvenes descendieron a lo desconocido.
El túnel era una pesadilla de polvo milenario y piedra resquebrajada. Los símbolos en las paredes parecían fusionar culturas incompatibles: jeroglíficos egipcios, glifos sumerios, runas escandinavas. Fascinante.
—Esto no aparece en ningún registro —susurró Camila, caminando delante de Erick con la linterna apuntando a un gran pozo al que no se le veía fondo.
—Ni en el puto internet —agregó Darius, pateando una piedra tallada hacia el abismo. Tardó varios segundos en caer.
—Con cuidado, idiotas —murmuró Erick desde un balcón de madera que bordeaba el pozo—. Este lugar tiene más años que tu árbol genealógico, Darius.
—¿Tú crees que mi tatarabuelo le caería bien a una momia? Porque yo creo que—
CRACK.
Un ruido seco, como una rama podrida partiéndose bajo una bota.
Erick no tuvo tiempo de pensar. El suelo se vino abajo. Su cuerpo cayó bruscamente por una pendiente empinada cubierta de polvo, astillas y fragmentos de hueso.
—¡¡¡ERICK!!! —gritaron todos al unísono.
Logró agarrarse de una losa saliente, apenas a medio metro del borde de un pozo gigantesco. La roca crujió bajo su peso. La linterna se perdió en la caída. Oscuridad total.
—¡Sujétate! ¡Ya voy! —gritó Camila, la voz quebrada por el miedo.
Darius tropezaba entre escombros, corriendo hacia él, maldiciendo en cinco idiomas. Erick... se rió.
Porque por un segundo, fue gracioso. Ridículo. Una tabla podrida casi lo mata. Qué ironía.
—¡Estoy bien! ¡Estoy bie—!
CRAAAACK.
La piedra se desprendió.
Y cayó.
La gravedad lo arrastró como una ex amante despechada. No hubo tiempo para rezos. Sus gritos no encontraron eco. Era como si el aire mismo se negara a tocar el fondo.
Y entonces, un golpe.
Sordo.
Grotesco.
Húmedo.
Camila gritó hasta desgarrarse la garganta. Darius golpeó el borde del pozo hasta romperse los nudillos. El resto del grupo ya corría por ayuda.
En el fondo del pozo, las vísceras de Erick se esparcieron como una flor sangrienta contra las piedras húmedas.
La grabadora cayó después, rebotando contra la pared antes de partirse en dos.
Un LED rojo parpadeó aún unos segundos más, como si dudara entre detenerse... o seguir grabando.
El silencio que siguió a su muerte no fue oscuro.
No fue frío.
No fue aterrador.
Fue… extrañamente tibio. Como la antesala de un sueño.
Y luego, una canción.
Un murmullo leve.
Una voz aguda, infantil y melodiosa, tarareando una tonada suave, hecha de letras inventadas por la imaginación de una niña.
No tenía letra fija, pero aún así parecía antigua. Como si hubiese sido entonada desde tiempos olvidados por generaciones que ya no existían.
Erick no abrió los ojos de inmediato.
Su cuerpo… no era su cuerpo.
Lo sintió al primer segundo. Su pecho dolía como si lo hubieran remendado con cuchillos oxidados. Su cabeza era un tambor palpitante, envuelta en vendas ásperas que raspaban la piel cada vez que respiraba.
Pero la canción...
Era bella.
Inocente.
Y, de alguna manera, terriblemente triste.
“Entre sombras va la estrella,
con su luz en espiral.
Si la lluvia no la halla,
nadie puede hacerle mal.”
Un leve dolor recorrió su sien cuando intentó girar la cabeza. No se atrevió a hablar. No aún.
Motas de polvo flotaban en el aire, recortadas contra la tenue luz que se filtraba por una ventana de madera. El techo, hecho de vigas torcidas y madera vieja, parecía más firme de lo que debería. Había algo acogedor en el lugar…
Familiar.
Imposible.
Y entonces, alguien lo notó.
La canción se detuvo de golpe, como si una tijera invisible hubiese cortado el hilo del mundo.
—¡¡¡MAMÁ!! ¡¡SOLÉ!! —gritó una vocecita aguda, justo a su lado—. ¡¡EL HERMANO DESPERTÓ!!
Erick abrió los ojos por completo.
Junto a él, una niña de unos nueve años lo miraba con ojos enormes color esmeralda, al borde del llanto, y una mezcla imposible de emoción y alivio.
Cabello largo, dorado como espigas maduras. Mejillas sonrosadas. Una sonrisa rota por la ansiedad contenida.
—¿Luna…? —balbuceó él, apenas con un hilo de voz. No sabía por qué había dicho ese nombre.
Pero sí. Sabía que era ella.
—¡¡Sí!! ¡¡Soy yo, tonto!! ¡¡Mi hermano tonto despertó!!
Se arrojó con delicadeza contra su pecho, abrazándolo como si temiera que volviera a desaparecer si lo soltaba.
La puerta de madera se abrió con estruendo.
Otra niña, apenas un año mayor, irrumpió corriendo con una energía salvaje. Pelo trenzado del mismo tono dorado, ojos del mismo verde fulgurante, pero con una energía más intensa, más eléctrica.
—¡¡Erick!! —gritó—. ¡Estás vivo! ¡Te caíste de ese árbol como un saco de estiércol, y mamá dijo que no sabíamos si despertarías!
—¡Sólene! —protestó Luna, indignada—. ¡No digas eso! ¡Es grosero!
—¡Pero es cierto! ¡Papá casi le rompe la cara al árbol con una pala!
Y entonces entró ella.
Una figura alta, de andar firme y voz hecha de seda. Ojos verde claro que parecían leer más de lo que decían. Cabello negro azabache que caía por su espalda como un velo de noche estrellada.
—¡Niñas! —su voz sonaba suave, pero no débil—. Silencio, por favor.
Ella se acercó, y en cuanto Erick la vio, el nombre le golpeó la cabeza como una campana.
Ayelénya.
Su madre.
La madre del niño cuyo cuerpo ahora habitaba.
Había algo sobrenatural en ella. En sus movimientos. En su rostro. Su belleza no era exagerada, pero era incierta, como si sus facciones no obedecieran a una raza humana pura. No era humana del todo, lo supo de inmediato.
Y entonces…
Llegaron los recuerdos.
No como un río, sino como una avalancha de escombros mentales.
La caída del árbol.
El grito de las niñas.
El golpe seco contra el suelo.
El llanto de su madre.
La fiebre.
El delirio.
El dolor.
El cuerpo de un niño. Su cuerpo.
Y dentro de él, su mente.
Su mente.
Erick Low.
Estudiante. Explorador. El idiota que se cayó por un pozo.
Y ahora…
¿un niño?
No sabía cómo se llamaba ese niño. Pero sí sabía todo lo que él había vivido.
Las cosechas. Las peleas entre hermanas. El sabor de la sopa de avena. Los inviernos duros. Las canciones de cuna.
Todo eso, ahora también era suyo.
Erick Low ya no existía.
Y sin embargo… sí lo hacía.
Ayelénya se acercó con lágrimas en los ojos. Le acarició la mejilla con la ternura de una madre que ha estado en vela durante semanas.
—Estás a salvo… —susurró—. Mi niño hermoso… gracias al cielo…
Ella lo abrazó.
Y Erick —el verdadero, el extranjero, el que murió gritando— no supo cómo responder.
Su corazón latía con una mezcla de terror, gratitud y… algo más.
Cuando Sólene le tomó la mano con dedos manchados de tierra, y Luna volvió a cantar, bajito, muy bajito contra su pecho…
…algo en él se quebró.
Y lloró.
No sabía por qué.
No conocía a estas personas realmente.
Pero los recuerdos del niño a quien su cuerpo había robado sí lo hacían.
Y eso fue suficiente para considerarles familia.
Al instante.