El silencio entre ambos no fue incómodo, sino natural. Como si los dos supieran que, antes de hablar, debían leerse.Phineas sostenía la mirada de Dumbledore sin miedo ni arrogancia. Solo con una certeza inquietante: él era el que realmente tenía el control.
Dumbledore entró a la habitación con una lentitud deliberada. Se sentó en una silla desvencijada frente a la cama. No había juguetes, libros, ni dibujos. Solo una manta doblada con precisión militar y una pequeña vela que apenas iluminaba el cuarto.
—Gracias por dejarme entrar —dijo el profesor con suavidad—. Sé que no suele recibir visitas.
Phineas no respondió. Lo observaba. Aún no decidía si ese hombre era amenaza o herramienta.
Recuerdo: Sangre en los azulejos
Un año antes.
El niño de nueve años llamado Gareth había empujado a Phineas en el comedor. Solo por diversión.Horas después, lo encontraron inconsciente en el baño, con los dientes partidos y una marca de manos en el cuello. Nadie vio nada. Nadie oyó nada.Phineas no fue castigado. Solo miró a la señora Cole con expresión neutra y dijo:—Tropezó. Algunos no saben caer bien.
—¿Sabe usted quién soy? —preguntó finalmente Dumbledore, regresando al presente.
—Sé que no es un cura —respondió Phineas. Su voz era serena, sin acento infantil—. Tampoco un doctor. Los doctores no usan bufanda púrpura.
Dumbledore sonrió.
—Perspicaz. Mi nombre es Albus Dumbledore. Soy profesor de un colegio... especial. Muy antiguo. Para personas como usted.
Phineas no reaccionó. Esperaba más.
—¿Como yo?
—Que nacieron con... dones distintos. Que pueden hacer cosas que los demás no comprenden.
—Magia —dijo Phineas.
No fue una pregunta. Fue una constatación.
Dumbledore asintió lentamente, con los ojos clavados en los de él.
—¿Cómo lo supo?
—Porque la lógica no puede explicarlo todo. Porque a veces, cuando quiero que alguien sufra, sufre. Porque cuando deseo que me dejen en paz... lo hacen.
Otra pausa. Dumbledore estudió su rostro: la mandíbula delgada, la piel pálida, los ojos helados y orgullosos. Esa forma de sentarse, con la espalda recta y las manos cruzadas. Ese aire antiguo, más propio de un retrato de siglo anterior que de un niño de once años.
Lo supo en ese instante.
Era un Black.
No lo dijo. No debía. No aún.
—Debe saber que existe un lugar para usted, Phineas. Un lugar donde podrá aprender a dominar su magia. A comprenderla. A decidir cómo usarla.
—¿Y si ya sé cómo usarla?
—Quizás. Pero comprender su origen es tan importante como dominar su efecto.
Escena: Las serpientes en la bodega
Dos años antes.
Los cuidadores comenzaron a notar que las ratas desaparecían. Luego los gatos. Luego, una noche, la señora Cole bajó a la bodega y escuchó un siseo… como si algo reptara entre los barriles.No encontró a Phineas.Pero días después, el niño apareció en su cama, con una mordida curada en el brazo y un colmillo afilado envuelto en su bolsillo.
—¿Le gusta lastimar, Phineas?
La pregunta fue directa. Y por un segundo, el rostro del niño cambió.
—¿Y si digo que sí?
—Le diré que es humano. Aunque peligroso, si no aprende cuándo debe y cuándo no debe.
—¿Quién decide eso?
—Usted, en parte. Pero con sabiduría, con formación. Con conciencia.
Phineas alzó una ceja.
—¿Usted cree que se puede enseñar conciencia?
Dumbledore lo miró por un momento largo.
—Creo que se puede mostrar el precio de ignorarla.
Silencio otra vez. El viento rasgaba la ventana. Una sombra cruzó la vela, pero no fue más que una ráfaga.
Escena: La niña en el pozo
Había una niña que solía cantar por las noches. Phineas odiaba su voz. Una tarde de otoño desapareció. Días después, la encontraron en el fondo del pozo del jardín. Sin marcas. Sin heridas. Pero con una expresión de terror eterno.Phineas, interrogado por la policía, solo respondió:—No recuerdo. Estaba leyendo.
La señora Cole no creyó una palabra.Pero jamás lo volvió a mirar a los ojos.
—¿Vendrá alguien por mí? —preguntó de pronto.
—¿A recogerlo?
—A... reclamarme. ¿Mi familia?
Dumbledore se tomó su tiempo. Sus dedos rozaron la hebilla de su capa, pensativo.
—No —respondió con calma—. No hay nadie que sepa que usted existe.
Phineas asintió. No parecía decepcionado.
—Mejor así. Los lazos solo debilitan.
Dumbledore se levantó lentamente.
—Hogwarts abre sus puertas para usted este septiembre. Encontrará ahí conocimiento, poder… y un camino. Lo que haga con él dependerá enteramente de su voluntad.
Se dirigió a la puerta. Antes de salir, se volvió.
—Última pregunta, Phineas... Si tuviera que elegir entre ser temido o amado, ¿qué preferiría?
El niño pensó unos segundos. Luego respondió con voz tranquila:
—No deseo ser amado. El amor es un ancla.Tampoco deseo ser temido. El miedo desaparece cuando uno se acostumbra.
—¿Entonces?
—Quiero ser recordado.
Dumbledore bajó la cabeza. Esa respuesta... era demasiado familiar.
Y mientras se alejaba por el pasillo, una idea comenzó a formarse en su mente.
Había traído a Tom Riddle a Hogwarts.Ahora llevaba también a Phineas.Y el destino del mundo mágico tal vez acababa de volverse mucho más incierto.