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Chapter 4 - 1: NO HAY HERENCIA SIN SANGRE

Baekjoseon, Año del Tigre, Decimonoveno invierno

 

«Dicen que el hielo conserva lo que el fuego devora. Tal vez por eso aún escucho el recuerdo de tu voz, Jisoo-ah, como un soplo cálido que no se apaga, incluso en la muerte.»

—Pensamientos del rey Yi Hwan

 

La noche había caído como una mortaja sobre Seohan. Las linternas del Palacio de la Ceniza Blanca titilaban con timidez bajo el aliento helado del invierno, mientras la primera nevada fuerte descendía en silenciosas espirales, cubriendo los tejados con un velo blanco e inmaculado.

En la cámara del rey, el tiempo parecía haberse detenido. El aire olía a madera húmeda, a hierbas medicinales y al persistente perfume amargo de la muerte inminente. Las velas ardían pálidas, sus llamas inclinándose como si quisieran evitar mirar directamente al hombre que yacía entre sábanas de seda carmesí.

El rey Yi Gyeong, soberano de Baekjoseon, apenas era ya una sombra de sí mismo. Su rostro, alguna vez imponente, estaba hundido, como si el tiempo hubiera excavado su carne con dedos crueles. El sudor perlaba su frente y su respiración era un murmullo cada vez más espaciado, como el eco de un clamor que se apaga en el horizonte blanco.

A su lado, Choi Seung —el eunuco más antiguo de la Corte de Hielo— permanecía de pie, inmóvil, con la cabeza gacha. No se permitía ni parpadear. Llevaba años a su lado, había visto pasar concubinas, guerras, decretos, traiciones. Pero nunca lo había visto tan solo.

Tan frágil.

El silencio allí era espeso, casi celestial. Incluso el crujir de la madera del techo sonaba como una profanación.

Y entonces, ocurrió.

La puerta lateral, la que nadie usaba desde los días del rey anterior, se abrió sin un solo sonido. Una sombra entró: vestía de negro absoluto, como la noche sin luna. El rostro cubierto por una máscara de tela azul oscuro, sin insignias, sin señales. No caminaba. Flotaba. Era el silencio encarnado de la muerte.

Su presencia, sin embargo, alertó de inmediato a Choi Seung, que se incorporó con parsimonia, con los ojos entornados. Sabía qué tenía que hacer; debió haber gritado a la guardia real, haber defendido a su rey con sus manos si era necesario, pero una mirada rápida del moribundo monarca lo detuvo justo allí. Yi Gyeong, apenas consciente, entendía lo que ocurría. No había error posible: quien había llegado, venía por él.

El asesino se acercó sin apuro, como si ya todo estuviera escrito. En su mano, una espada de jade, curva y antigua, tan verde que parecía tallada de una esmeralda viva. Su hoja no reflejaba la luz. Era como si absorbiera la vida misma tan solo con mirarla.

—Dilo —escupió el extraño con voz profunda—, lo que hay en tu corazón. Al menos puedo permitir eso.

Choi Seung contuvo el aliento. Reprimió su instinto y aguardó junto a su rey.

—Fui… un mal padre, Choi... y un rey aún peor. —Jadeó Yi Gyeong con labios rotos—. Este es mi castigo… por no haber protegido a Baekjoseon… por haberme escondido tras el hielo mientras mi pueblo moría.

El eunuco, con lágrimas silenciosas, quiso responder, pero el rey alzó una mano débil, interrumpiéndolo.

—Lo que más lamento… es no haber amado lo suficiente a mi hijo. Mi pequeño Yi Hwan…

Choi Seung abrió los labios, quería al menos dar una palabra de aliento al rey, pero este giró lentamente su rostro hacia la figura que estaba ahí para llevarse su vida, y, en ese instante, “supe —habría dicho el eunuco más tarde— que no sentía miedo, sino resignación. Vio al asesino más como un salvador que otra cosa.”

No hubo rencor en sus ojos.

La hoja descendió.

No fue un tajo rápido. Fue una apuñalada certera. Un único golpe, limpio, profundo, directo al corazón.

El cuerpo del rey tembló como una rama bajo la nieve. Un jadeo escapó de sus labios. Su sangre manó como una flor oscura, empapando la seda y tiñendo el lecho como si la historia misma se deshiciera en rojo.

Y entonces, apenas un susurro, como el roce de una pluma contra el mármol, escapó de los labios del rey:

—No hay… herencia… sin sangre…

Su mirada se apagó con las últimas palabras, y sus ojos quedaron fijos en el techo, como buscando una estrella que ya no existía.

El asesino no pronunció palabra. Retrocedió un paso, miró al eunuco y luego sus ojos volvieron junto al cadáver. El mango de la espada sobresalía del pecho del rey. Entonces llevó un dedo hasta sus labios embozados y, sin más, se esfumó por un pasadizo oculto en la pared trasera, tan veloz y silencioso como había llegado.

Choi Seung cayó de rodillas. Sin aliento.

Las velas titilaron. Afuera, la nieve siguió cayendo, ignorante de la sangre que acababa de ser derramada en el corazón del reino.

Esa misma noche, un jinete partió desde los establos traseros, cubierto por una capa pesada, con una misiva sellada en la mano. El caballo cortó el viento como una flecha, cruzando el arco nevado hacia la residencia del príncipe Yi Myeong.

A lo lejos, los tambores aún no habían sonado. El amanecer aún no lo sabía.

Pero el reino acababa de quedar huérfano.

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