Era otro día. Otro cielo sobre Valméra. Más gris. Más pesado.
Mi madre había llegado esa mañana, sin avisar. Con su bolso de cuero antiguo, su voz que sonaba como un eco del pasado y sus ojos cansados de tanto intentar entenderme.
—¿Sigues escribiendo esos cuentos raros? —preguntó mientras dejaba su abrigo en el respaldo de la silla.
No respondí.
Ella ya no los llamaba "diarios". No desde que los leyó a escondidas, hace un año. Había dicho que estaban llenos de "cosas que no deberían pensarse". Como si los pensamientos pudieran esconderse bajo llave.
—Valméra me da escalofríos —comentó, mirando por la ventana—. Es como si todo el pueblo respirara dolor.
Quise decirle que el dolor estaba en nosotras. No en las calles. No en el viento. Pero no lo hice.
Ella trajo fotos. Viejas. Dobladas. Me las mostró sin pedir permiso. En una, estaba mi padre. En otra, yo, con apenas cinco años, riendo con una ausencia que ahora me dolía.
—¿Te acuerdas de ese día? —me preguntó.
—No.
Mentí.
Me acordaba perfectamente. Fue el día que dejé de creer que mi casa era un hogar.
Mi madre suspiró como si supiera lo que estaba pensando. Pero no dijo nada más.
Se quedó un rato en silencio. Observando la lámpara, las paredes, los libros.
Y luego, como si el aire pesara demasiado, murmuró:
—Ten cuidado con los que te miran como si te conocieran. A veces solo están buscando un lugar donde esconderse.
No supe si lo decía por alguien.
Por mí.
Por ella.
Mi madre siempre fue una mujer partida.
Entre lo que deseaba decir
y lo que creía que debía callar.
Entre el fuego que ardía en su pecho
y el agua helada con la que se maquillaba cada mañana.
—¿Lucien sigue viniendo? —preguntó, y su tono fue más suave, casi temeroso.
Asentí.
No quise entrar en detalles.
Porque Lucien era lo único que aún me hacía sentir cuerda…
y a la vez, completamente en el borde.
—Ese chico siempre me dio una sensación rara —dijo, pero sin juicio. Como si recordara algo que no podía nombrar—. Tiene ojos de quien ya perdió algo que no debía perder.
Eso era exactamente lo que me pasaba a mí.
Tal vez por eso nos entendíamos sin hablar tanto.
Mi madre volvió a mirar las fotos.
Las ordenó.
Las guardó.
Y justo antes de levantarse, dijo:
—Solo prométeme que si un día no puedes más, vas a escribirlo.
No quiero encontrar tu silencio pegado a las paredes.
No contesté.
No podía.
Porque ya lo había hecho.
Ya había escrito lo que no debía.
Lo que quemaba.
Lo que nunca debió tener forma.
Mi madre se fue.
Cerró la puerta con ese mismo sonido apagado que me recordaba a Damián.
A su voz.
A su partida.
Y entonces me senté frente al cuaderno.
Pero no escribí.
Solo miré la página en blanco.
Como si de pronto el lenguaje ya no sirviera.
Como si todo lo que me quedara por decir…
no tuviera letras suficientes.
La noche cayó sin avisar.
Como suelen hacerlo las cosas que no pedimos.
Lucien apareció en el marco de la ventana, con el viento despeinándole la voz.
No golpeó.
No llamó.
Solo dijo:
—Estás muy callada últimamente.
Me encogí de hombros.
Él entró.
Sin permiso.
Como si supiera que lo estaba esperando.
Traía una bolsa con pan dulce.
De los que yo solía comer cuando era niña.
Cuando las cosas dolían distinto.
—¿Cómo supiste que necesitaba esto? —pregunté.
—Porque yo también lo necesito. —Se sentó frente a mí—. A veces la única forma de seguir es volver a cuando las cosas dolían menos.
Comimos en silencio.
Y por un segundo, casi creí que el mundo no se estaba cayendo.
Pero entonces lo dijo.
—Hoy lo vi.
Lo miré.
Supe a quién
No hizo falta nombrarlo.
—¿Dónde? —susurré.
—Cerca del puente viejo.
Solo.
Como si estuviera buscando algo que no encuentra.
Quise preguntarle si se había acercado.
Si le había dicho algo.
Si su sombra todavía caminaba igual.
Pero no dije nada.
Porque el miedo ya se había instalado en mi garganta,
tejiendo telarañas con mis palabras.
Lucien dejó el pan a un lado.
Me miró con esa ternura rota que solo él tenía.
—¿Aún te duele?
Lo pensé.
Y respondí, sin voz:
"Sí."
Lucien no preguntó más.
Solo se acercó.
Y apoyó su frente contra la mía.
—No tienes que decirlo —murmuró—. Yo ya lo sé.
Una parte de mí quería aferrarse a él.
Otra, salir corriendo.
Pero me quedé.
Porque Lucien no era Damián.
Y eso, por primera vez, me pareció injusto.
—Tú siempre estás —dije.
—Porque tú también lo estuviste para mí.
—¿Y si un día me rompo del todo?
—Entonces yo estaré ahí para recoger los pedazos.
Quise llorar.
No por tristeza.
Sino por el alivio brutal de saber que alguien se quedaría.
—Lucien… —comencé.
Pero él me interrumpió.
—No me digas que no puedes amarme. Ya lo sé.
El silencio cayó como una lluvia tibia entre los dos.
No incómoda.
No amarga.
Solo real.
—¿Y aún así…?
—Aún —respondió—. Porque a veces, lo que uno da no tiene que ser devuelto. Solo sentido.
Me tomó la mano.
La sostuvo con fuerza.
Como si supiera que me iba a ir antes de amanecer.
Y no se equivocaba.