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Capítulo: La libertad del Fin
Dorian comprendió al fin que Aila no estaba bromeando. Pero su amenaza perdió fuerza cuando la miró bien.
Estaba herida, con el cabello desordenado y la sangre goteando por su armadura. Su mirada, sin embargo, era firme. A pesar del desastre a su alrededor, ella era un pilar de hielo.
Y Dorian... no podía evitar sentir culpa.
Sabía que si Aila no quería que el lugar se derrumbara, tendría que contener su poder. Solo con su afinidad. Y nada más.
Pero al ver de reojo al sujeto que estaba a punto de arrebatarle todo lo que había soñado, a lo que estabadestina, un pensamiento oscuro le cruzó la mente.
<<¿Y si la ataco?>>
La idea fue tan rápida como tentadora.
Pero al recordar que no tenía su lanza, y que prácticamente tenía una espada en el cuello, decidió que lo más inteligente era hablar. Explicarse. Detener esto por las buenas.
Justo cuando estaba a punto de abrir la boca...
E-34 se impulsó.
Como un relámpago. Una sombra desgarrando el viento.
La opresión en su pecho no era miedo. Era certeza.
Sabía que si dejaba a Dorian hablar, Aila se volvería contra él.
Sabía lo que pasaría. Ya lo había visto.
Las puertas por las que había entrado el grupo de tres se alzaban como una salida. Una posibilidad. Una apuesta.
La incertidumbre lo azotó. En la visión de Ofelia, ella nunca cruzaba esas puertas. Más allá de ellas... no había nada predicho.
Esperanza. O ruina.
Pero entonces...
Cadenas de hielo se materializaron en el aire, envolviendo sus piernas y frenando su impulso.
Y una voz, hermosa y fría como la luna, lo alcanzó:
—¿Adónde crees que vas? —Aila lo miraba con una mezcla de tristeza y resolución—. No te vas a ir. No hasta que descubra qué mierda está pasando.
Dorian vio su oportunidad.
—¡Mátalo ahora! ¡No podemos dejar que siga respirando!
Aila no lo miró, pero su voz fue un cuchillo:
—Fallaste miserablemente cuando lo intentaste. Usaste tu aura dos veces, y ni así pudiste. Así que cállate. Ahora me toca decidir a mí.
—Y créeme... la Iglesia del Sol va a saber todo lo que hiciste aquí.
Mientras Aila y Dorian se enfrentaban con palabras, las visiones regresaron.
Tormentosas.
E-34 se vio empalado, congelado, destruido, quemado, calcinado, decapita, inumerables formas de como terminaba su vida por la pareja que lo estubo atormentando desde que entró en la sala. No había salida.
Hasta que algo cambió.
Una visión lo mostró de pie, frente a un anillo de runas.
Y otra...
La explosión.
Antes había pensado que era la lanza de Dorian la que causaba la explosión de las instalaciones, pero ahora que ese monstruo lo había contenido, esas imágenes habían desaparecido.
Y si ese no era el origen...
¿Lo era el anillo?
Volvió a forzar su cerebro, sintiendo el zumbido punzante en su cráneo.
Sangre volvió a brotar de sus sienes. Pero no se detuvo.
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Y allí estaba.
Su última posibilidad.
Giró los ojos rojos hacia el anillo suspendido y liberó toda su intención asesina.
No tenía técnicas. No tenía armas.
Solo una mirada. Un deseo. Y la voluntad de romper lo que estaba sellado.
Aila, esperando su respuesta, lo vio girarse hacia el anillo.
Sintió un escalofrío. Supo que algo terrible estaba a punto de pasar.
Iba a moverse, a detenerlo, pero vaciló.
Fue débil.
No quería matar a alguien que quizá pudo haber sido de los suyos.
Y entonces lo vio.
La intención asesina de E-34 impactó contra el anillo. El mismo que le había susurrado sobre arrepentimiento y elección.
Y entonces todo encajó.
Recordó las palabras que el anillo había murmurado:
«Ojos rojos como el fuego extinto... cabello negro como la muerte dormida... El que por tu decisión ocasiona el fin»
Quiso detenerlo. Se arrepintió.
Pero ya era demasiado tarde.
El anillo empezó a brillar, pulsando como un corazón mecánico. Giró, primero lento, luego con fuerza.
Todos lo sintieron.
Aquello no debía activarse.
El anillo comenzó a absorberlo todo.
Energía. Elementos. Luz. Vibración.
Aila sintió el tirón en su alma: su hielo... ya no respondía. Las ataduras que apresaban a E-34 se deshicieron en polvo.
Los elementos se resistían. Como si el mundo ya no aceptara su control.
Dorian, furioso, empuñó la espada caída de Aila.
—¡Quítate del camino! —gritó.
Iba a incendiar el aire. A carbonizar a E-34.
Pero... nada.
El fuego tampoco respondía.
Y E-34, por primera vez en su vida, se sintió libre.
El aire que antes lo oprimía ahora parecía empujarlo hacia adelante.
Volvió a mirar las puertas. Estaban abiertas.
Corrió.
Su cuerpo roto apenas respondía, pero lo hizo igual.
Cada paso era un grito. Pero no se detuvo.
La libertad estaba al alcance.
[Corre, Forest. Corre, Forest. XD]
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>Mientras tanto el obispo, apenas terminando de dispersar el aura, vio a E-34 salir de la sala y quiso perseguirlo. Pero al volver su mirada al anillo, recordó los murmullos que lo habían enfrentado a lo inevitable:
«No hay elección. Solo demora.»
«Un paso, y la sangre te seguirá como sombra.»
«Dos caminos velados. Uno abre la herida. El otro… la arranca.»
«Si corres tras la anomalía, las lunas caerán como cuchillas. Las torres del alba no resistirán.»
«Si lo dejas vivir, el Tiempo se quebrará desde su raíz. Ni las Iglesias, ni los Clavos, ni los muertos podrán sostenerlo.»
«La grieta se abre. El anillo gira. Gira. Gira. Gira.»
«El ojo se abrirá antes de lo pactado. Y cuando lo haga... no habrá juicio. Solo hambre.»
«¿Quién decidirá el fin? ¿El que observa, o el que tiembla?»
El Obispo cerró los ojos por un instante.
Sabía que cualquiera de las dos opciones era una condena.
Pero uno de esos males aún podía ser dirigido... quizás incluso, manipulado.
Y E-34...
<<Él no debía existir.>>
Pero ahora...
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Volvió la vista al anillo, cuyos giros comenzaban a distorsionar el aire, como si el tejido del mundo se resintiera por sostenerlo.
Y supo que debía elegir ahora.