Cherreads

Chapter 31 - Lo que se Traga

ATENCIÓN. ESTE CAPITULO NO ES APTO PARA TODO EL PUBLICO. LEERLO BAJO SU PROPIO RIESGO, Y SI NO SOPORTA LA NARRATIVA DEL CONTENIDO, POR FAVOR, SALTESELO. 

---

La cena estaba servida. Un poco de pan, té caliente y huevos recién cocinados. Nada especial para un banquete, pero era una obra de amor. Madre se había esmerado en ello. No era una comida cualquiera: era un ritual de unidad. Un símbolo de que aún podíamos sentarnos a la mesa sin que el pasado se filtrara en cada bocado.

Así que decidí honrarla.

Dejé que mi paladar absorbiera cada sabor como si fuera un testimonio silencioso del afecto que ella había depositado en cada movimiento. El té estaba amargo, pero reconfortante. Como su ternura.

Isolde comía como si cada bocado fuera el último, aunque el sueño se le caía por los párpados. Su energía habitual estaba rota, y la somnolencia la vencía con la eficacia con la que la realidad derrota a los cuentos.

Yo no estaba muy distinto. Nuestra hora de dormir se había desvanecido, y nuestros cuerpos infantiles reclamaban lo que era suyo.

—¿Entonces fuiste tú quien dirigió los exámenes de admisión? —preguntó padre, alzando su taza de té con la gravedad de un juez.

—Así es. Y debo admitir que fue una experiencia… intensa. Ahora entiendo por qué es el director quien personalmente supervisa las pruebas —respondió Reginald, llevándose un cucharón de huevos a la boca como si hablara del clima.

—Oh… Pobre de los chicos. Debió ser muy duro para ellos.

Ese comentario me trajo de vuelta los recuerdos. Las quemaduras. Las heridas. Lo absurdo de que mi cuerpo ya no las tuviera. ¿Cuándo desaparecieron? ¿Antes de regresar? Nadie había preguntado. Tal vez, porque nadie lo notó. Tal vez, porque en esta casa hay cosas que se entienden sin decirse.

—Sí… siendo honesto, fue demasiado divertido. Jajaja. —Reginald se rió como si no hubiera estado a punto de freír niños vivos.

—No cuando eres tú el que está siendo asado a 500 grados —comenté sin pensar, con un pedazo de pan en la mano.

El golpe vino de inmediato. Un impacto directo en mi pantorrilla. Una punzada sorda de dolor.

Mis ojos se dirigieron a Reginald. Sudaba. Nervioso. Me miraba como si yo acabara de traicionarlo frente a un tribunal supremo.

—¿Qué hizo qué? —La voz de madre atravesó el ambiente como una cuchilla. La mesa tembló cuando ella se levantó de golpe.

—Mierda… —susurró Reginald, deslizándose por debajo de la mesa como si huyera de un titán.

—Erika, sabes que tus hijos están comiendo, ¿cierto?

—¿Y eso qué tiene que ver? —su voz venía cargada. No de rabia. De decepción.

—Que, si intentas golpearme, vas a tener que levantar la mesa —añadió él, parapetado bajo la madera.

No podía ver su rostro, pero su voz temblaba. Y no entendía por qué… hasta que la vi sonreír.

Esa sonrisa.

El tipo de sonrisa que precede a una tormenta. La clase de expresión que uno no olvida.

El escalofrío fue inmediato. Me recorrió como una línea de electricidad. Miré a Isolde. También estaba asustada. Padre, por su parte, no movió un músculo. Solo alzó la mirada al techo, como si buscara refugio en otro mundo. Su expresión decía que sabía lo que venía. Que lo había visto antes. Pero no haría nada para impedirlo.

Y entonces, la mesa voló. Como si la realidad misma se hubiera rendido.

Reginald quedó estampado en el techo, como un insecto atrapado.

Madre saltó. Lo sujetó de la camisa, y lo estrelló contra el suelo con una furia contenida.

—¿Es por eso por lo que mi niña estaba tan cansada? ¿Eh? ¿Por eso no me dio las buenas noches antes de dormir? ¿La hiciste esforzarse de más? —Madre lo golpeaba constantemente con fuerza y furia.

—Lo va a matar… —murmuré, más para mí que para alguien más.

—Cariño, ¿quieres calmarte…? —intervino padre, con ese tipo de valentía suicida que se confunde con preocupación.

—¿¡Eh!?

Reginald trató de levantarse. Falló.

Isolde, en un acto de candidez, caminó hacia él. Yo la seguí. Nos agachamos frente a su cuerpo maltrecho. Ella extendió su dedo y tocó su cabeza.

—¿Estás bien? —preguntó con una inocencia tan pura que dolía.

—S-sí… E-estoy bien… —jadeó Reginald.

—Creo que no debiste decir eso, Lucy —añadió, con esfuerzo.

—Perdón —dije, sin arrepentimiento real.

Vamos. Se lo merecía. Esto podía contarse como mi venganza. Una que yo no ejecuté… pero que tampoco evitaría.

Miré a madre. Seguía de pie, los brazos cruzados, los pies bien plantados en el suelo. La imagen de una diosa airada. Padre trataba de calmarla con gestos inútiles.

Y aún así… sonreí.

Porque todo esto, por caótico que fuera, era familiar. Era hogar. Y en esa brutalidad exagerada, en esa dinámica que rozaba la comedia y la tragedia al mismo tiempo, había calidez. Había algo que mi otra vida jamás me ofreció.

—Lucius… ¿puedes… dejar de pisar… mi mano? —suplicó Reginald, con la voz de un moribundo.

—No.

—Ok…

Después del pequeño incidente, Isolde y yo nos fuimos a la cama. El sueño nos estaba matando. Lo sentía en los párpados, en el peso de mis extremidades, en el ritmo cansino de mi respiración. Dormir era una necesidad. Ineludible. Vital.

Sin embargo, la inquietud no me dejaba cerrar los ojos.

—Dieciséis años… —susurré, mirando el techo con los brazos bajo la cabeza. Isolde dormía a mi lado, dándome la espalda. Su respiración era tranquila, pero no profunda. También estaba despierta.

—¿Mmm? ¿Qué sucede, Lucy?

—Nada. Solo pensaba en la ausencia que tuvieron padre y madre del Tío Reginald durante todo ese tiempo.

Isolde guardó silencio un instante. Luego se giró, y sin decir más, me abrazó por la cintura.

—No creo que debas darle importancia a eso. No es algo que nos incumba.

—Tienes razón.

Sí. La tenía. No era asunto mío. Pero algo dentro de mí se resistía a soltarlo. Como si los silencios familiares escondieran más de lo que aparentaban. Tal vez porque, en otra vida, yo ya había vivido algo parecido.

Su nombre era Dong-Hyun. Un niño con el que compartí los primeros años de primaria. Éramos inseparables. O eso creía. Después de terminar la escuela, desapareció. No volvió a llamarme. No buscó despedirse. Simplemente se fue.

Pensé que me había abandonado. La muerte de su madre lo arrancó de mi mundo, y entonces creí que el dolor lo había transformado en un extraño. Me costó comprender, incluso años después, que a veces las personas necesitan alejarse para no hundirse del todo.

Lo volví a ver a los 23 años.

Recuerdo que llovía. Yo volvía a casa después de tomar un café. En ese entonces, estaba conociendo a una chica. Era, técnicamente, mi siguiente víctima. Pero ese día no fue ella la que alteró mi equilibrio.

Dong-Hyun salía de una tienda de conveniencia, con una bolsa en la mano. Nos cruzamos, y al verme, sonrió. Caminó hacia mí como si no hubiera pasado ni un día. No notó lo extraño que yo me sentía. Intercambiamos palabras. Pequeños recuerdos. Viejos nombres. Reímos. Fingí. Porque ya no éramos niños. Éramos adultos cargando cadáveres invisibles.

—Por cierto… Perdón por alejarme hace algunos años, Hyung-Seok —me dijo, con ese tono que sólo usan quienes arrastran la culpa durante demasiado tiempo. La lluvia se había calmado lo justo para dejar que su voz me alcanzara con claridad —. Cuando me enteré de la muerte de tus padres, traté de buscarte. Aunque no esperaba que te mudaras a Seúl.

—No te preocupes. Fue difícil en su momento, pero logré superarlo.

Mentí. Porque nunca superé nada. Solo aprendí a caminar con la herida abierta.

—Bien. Aunque, de verdad, lo siento. No fue mi intención alejarme tanto tiempo.

—Vamos, hombre. El pasado es pasado, ¿no?

—Jaja. Tienes razón.

—Ahora que nos reencontramos, ¿no quieres venir a casa? Sería bueno ponernos al día. Creo que nos sentaría bien.

—Claro. Siempre es bueno hablar con un amigo —dijo, sonriendo, con las manos en mis hombros.

Sonreí también. Una sonrisa vacía. Falsa. Porque por dentro, la bestia en mí se revolvía. El hambre por matar me ardía en la garganta. La sangre hervía con cada palabra amable que me lanzaba. No por odio. No por traición. Sino porque me recordaba lo que yo había perdido… y en lo que me había convertido.

—Bien. Vamos a mi departamento.

Caminamos juntos bajo la lluvia. Hablamos poco. Mi mente no podía detenerse. El sonido de las gotas golpeando las láminas del techo resonaba como una cuenta regresiva.

Tomé las llaves. Abrí la puerta.

—¿Por qué te quedas parado? Entra —dije, encendiendo la luz.

Dong-Hyun dio un paso y frunció el ceño.

—¿Qué es ese olor? —preguntó, tapándose la nariz.

—Debe ser la carne podrida en el refrigerador. La luz se fue ayer, y no tuve tiempo de limpiarlo.

—Ya veo. Pero no creo que debas vivir así.

—Lo sé. Después me encargaré. Toma asiento.

Él avanzó, y se sentó en el sofá. Justo encima de la manta que cubría una mancha de sangre seca. Un detalle que ignoró. O que su mente no quiso procesar.

—¿Te gusta el vino?

—Oh, sí. Una copa no haría mal.

Caminé hasta el refrigerador. Lo abrí con cuidado. Evité que sus ojos vieran lo que se escondía en su interior: cuerpos fríos, trozos dispersos de humanidad. Había aprendido a organizarlos, a hacer espacio entre las botellas y las vísceras.

Tomé dos copas. Abrí un cajón. Saqué una pequeña bolsa. Un poco de droga. Solo lo suficiente para dejarlo indefenso.

Vertí el contenido en su copa. Revolví el vino con lentitud.

Me acerqué a él, con la copa en la mano.

—Gracias —dijo, tomando el cristal con confianza.

Tomé un sorbo de la copa.

—Debe ser difícil vivir solo. ¿Cómo es que cubres los gastos? —preguntó Dong-Hyun. Su incomodidad por el olor era evidente, pero su voz era amable. No le incomodaba mi presencia. Aún no.

—Tengo dos trabajos. Gracias a eso puedo sostenerme. ¿Y tú? ¿Qué haces aquí? Pensé que seguías en Busan.

Busan. Donde empezó todo. Donde la sangre tocó mis manos por primera vez, cuando aún no sabía lo que significaba matar. Fue un accidente, o eso me repetí muchas veces, como un rezo para no romperme.

—Oh… —Dong-Hyun bebió de su copa. Lo observé con atención. El primer paso estaba dado. El resto era solo cuestión de tiempo—. Vine de visita. Tenía que recoger unos papeles. Mañana regreso a Busan.

—Ya veo.

—Sí… por eso debo irme. Perdón.

—Pero si apenas íbamos a comenzar a platicar.

—Tienes razón, pero debo dormir temprano para viajar.

—Mmm… al menos terminemos nuestras copas, ¿okey?

Dudó. Lo vi debatirse entre la cortesía y el instinto. Quizás algo dentro de él ya lo presentía. Pero finalmente asintió.

Levanté mi copa.

—Salud.

Bebimos rápido. Cuando terminó, me entregó su copa. Desde fuera, la lluvia golpeaba con más fuerza. El viento empujó las ventanas de mi habitación con un estruendo que lo hizo sobresaltarse. Al mismo tiempo, la puerta del cuarto se entreabrió, dejando escapar el zumbido irregular de la televisión encendida.

—Bien, me tengo que ir. Fue un gusto verte, Hyung-Seok.

Asentí.

Lo vi caminar hacia la puerta. Pero lo detuve.

—Oye —dije.

Se giró.

—¿Qué pasa?

—No debiste recordarme que tú me abandonaste cuando éramos niños.

—¿Qué? ¿De qué hablas?

—Tampoco debiste aceptar venir a mi departamento.

—¿Qué sucede conti…?

No terminó la frase. Su cuerpo se debilitó, como si de pronto sus músculos hubieran olvidado cómo sostenerlo. Cayó al suelo con un sonido sordo. Me acerqué, sin apuro. Sin emoción.

Lo cargué con dificultad y lo llevé a mi habitación. Lo posé boca abajo sobre la cama. Después volví a la cocina. Abrí el cajón.

Un bisturí. Un taladro. Una bolsa.

Volví con pasos lentos. La televisión crepitaba con ese sonido sin imagen, como si la estática hablara en un lenguaje que solo yo comprendía. Cerré la puerta. Me incliné sobre su cuerpo y lo giré. Alcé su camisa. Comencé a cortar.

Lentamente.

Metódicamente.

La sangre empezó a deslizarse como un río tibio, manchando las sábanas. Sus reflejos aún respondían al dolor, aunque su conciencia ya estaba deslizándose lejos, atrapada entre los residuos de la droga.

Separé la piel con precisión quirúrgica. Tomé el hígado y lo guardé en la bolsa.

Hundí un dedo en el charco rojo. Lo llevé a mi boca.

No por gusto.

Era una necesidad. Como probar un veneno al que uno se acostumbra.

Y entonces, cuando el cuerpo quedó allí, abierto como un libro viejo y roto, sentí que algo dentro de mí se sacudía.

Un impulso oscuro. Ciego. Voraz.

Pero justo cuando comenzaba a bajar el cierre de mi pantalón, una voz me trajo de vuelta.

—¡Lucy!

Abrí los ojos.

La habitación estaba en penumbras. Isolde me movía con suavidad, sentada a mi lado en la cama. Su expresión era preocupada.

—Estabas temblando —dijo.

No respondí. Me llevé una mano al rostro.

Estaba sudando.

Solo un sueño.

Pero sabía que no lo era. Era un recuerdo.

Uno que mi mente había disfrazado de pesadilla para poder soportarlo.

More Chapters