La pequeña casa donde nos quedamos es sencilla, nada fuera de lo común, pero tiene algo que nunca sentí en mi antigua casa: calor. No el que proviene del fuego o el sol, sino ese calor suave y envolvente que nace de la compañía. Nos tenemos los unos a los otros, y eso basta para que este lugar, por modesto que sea, se sienta como un verdadero hogar.
Comparada con mi antigua casa, esta es un paraíso. Allá todo era grande, frío, silencioso. Aquí, incluso cuando no se dice nada, el silencio es cálido. Aquí no estoy solo.
Algunos días, cuando no tengo tareas que atender o simplemente necesito pensar, salgo a caminar. Tomo el sendero de tierra que se extiende entre árboles bajos y maleza crecida hasta que llego a la ciudad cercana: Ghao.
Es un lugar curioso. Desde lejos parece dormida, pero basta con dar un paso en sus calles para sentir su pulso acelerado. Siempre hay movimiento, voces cruzándose, olores intensos escapando de los puestos de comida, niños corriendo, comerciantes discutiendo precios, ancianos observando desde las esquinas con esa mirada de quien ya lo ha visto todo.
Pero por más viva que parezca, Ghao también carga una sombra. El incidente de la primera ciudad no tardó en extenderse hasta aquí. La noticia cruzó montañas, ríos, desiertos. Y trajo consigo miedo.
Todavía se puede ver en los ojos de algunos, en la forma en que aprietan la mandíbula cuando pasa un desconocido, en cómo aceleran el paso al cruzar la plaza o evitan mirar los cielos por mucho tiempo. El trauma se quedó grabado en todos, como una cicatriz mal cerrada. Algunos intentan fingir que no está ahí. Otros simplemente dejaron de intentarlo.
Yo también... lo siento. Como un peso invisible en los hombros. Pero lo llevo.
En uno de mis desvíos habituales durante esas caminatas, suelo visitar el orfanato. Ahí está él. Siempre con su cuaderno, sus ideas imposibles, su risa que parece querer alcanzar el cielo.
Nanatori no tuvo reparos cuando hablé de llevarlo con nosotros. Fue más fácil de lo que esperaba. Pero aunque todo esté listo, aún no se decide. Es un niño, claro. Para él, sus amigos del orfanato son su mundo. Y aunque desee estar con nosotros, le cuesta pensar en dejarlo atrás. Lo entiendo más de lo que quisiera.
Ghao es un enjambre de gente. A veces me pierdo entre los cuerpos que van y vienen. Me cuesta ver entre tanto movimiento, pero no importa. Tengo otra forma de encontrarlo.
No veo con los ojos. Escucho. No me refiero al oído común. Es algo más… más profundo. Aprendí a escuchar las voces que amo. Como si fueran llevadas por el viento, llegan a mí. No sé si es parte de mi poder o simplemente un lazo que se vuelve más fuerte con el tiempo.
Cerré los ojos. Me dejé llevar.
—Veamos, Yura... ¿qué estás haciendo ahora?
No tuve que esperar mucho.
—¡Mi hermano vendrá en poco tiempo!
La certeza con la que lo dijo... era como un faro en la tormenta. Mi pecho se llenó de algo cálido. Era como si esa pequeña voz limpiara todo a su alrededor.
—Estás en lo correcto —susurré, mientras me abría paso entre la multitud.
—¡Ahora mismo estamos aprendiendo a volar! ¡Mi hermano es un superhéroe que ayuda a cualquiera!
Contuve una risa. Qué idea tan pura. Me pregunto si realmente me ve así. Si realmente cree que soy un héroe. Si supiera las cosas que he hecho…
—A veces sí… otras… también —murmuré, fingiendo confianza—. Podría conseguirme un disfraz incluso.
Entre cuerpos y voces, logré ver una silueta conocida. Pequeña, inquieta, rebotando con entusiasmo. Sujetaba su cuaderno como si fuera la llave de algún gran secreto. Sus pasos eran torpes pero llenos de energía, como si el mundo no pudiera seguirle el ritmo.
Aún no distinguía con quién hablaba. Bajé la mirada, tratando de ver si uno de sus amigos lo acompañaba.
—¡Yura! —llamé sin pensarlo.
Pero él no respondió. Seguía envuelto en su mundo de fantasía, riendo solo. O al menos eso pensé.
—¿Su nombre? ¡Tiene un nombre raro! ¡Pero lo hace único!
¿Con quién hablaba…?
Empujé suavemente entre la gente hasta que por fin me encontré frente a él. Sus ojos se iluminaron al verme, y mis preocupaciones se desvanecieron de inmediato. Sus amigos estaban cerca, claro, como siempre. Me acostumbré a saludarlos después. Él siempre va primero.
—Claro que soy único —respondí con una sonrisa mientras me agachaba—. Pero tú y tus amigos también pueden ser como yo. Si quieren.
Su expresión se encendió como si le hubiera dado permiso para soñar aún más alto. De inmediato sujetó mi mano, como si tuviera miedo de que desapareciera.
—¡Ah! Este es mi hermano. Dyr…
Justo entonces, algo cambió en el ambiente. Una presencia distinta. El aire pareció hacerse más denso, como si alguien hubiera pronunciado una palabra prohibida.
Una voz ajena, suave y profunda, se coló en la escena.
—Yuuzora…
Mi cuerpo se tensó. No era un error. Era un eco. Un llamado. Una pieza que no recordaba haber perdido, pero que al escucharla… dolía.
Giré lentamente, sintiendo cómo algo invisible me recorría la espalda. ¿Quién había dicho eso?
Y más importante aún… ¿por qué me resultaba tan familiar?
Me detuve en seco. Como si el tiempo se hubiera quebrado solo por ese sonido.
Esa voz.
La conocía.
La conozco.
El sudor frío comenzó a deslizarse por mi frente, lento, como si el mundo se congelara a mi alrededor. Un estremecimiento recorrió mi espalda, y mis manos empezaron a temblar de forma involuntaria. El corazón latía en mi garganta. Mi instinto gritaba, con fuerza. Me pedía moverme, proteger, atacar si era necesario. Alerta. Algo no estaba bien.
—Yu... Yura…
Mi voz apenas logró salir de mis labios, quebrada, como si nombrarlo fuera mi única forma de aferrarme a la realidad. Volteé con lentitud, cada segundo estirándose como una eternidad, como si el aire se espesara a mi alrededor.
Estaba ahí.
Esa presencia imposible de ignorar. Esa mirada que parecía perforar la piel y llegar más profundo.
—Sin duda eres Dyr Yuuzora.
La forma en que pronunció ese nombre… Mi verdadero nombre. Uno que ni siquiera yo uso. Algo en su tono era demasiado preciso, demasiado afilado. Como si hubiera estado esperándolo. Como si estuviera jugando con una pieza clave de un rompecabezas antiguo.
—Yura me habla mucho de ti. Dime, ¿encontraste la paz?
Se agachó a su altura con una naturalidad que me revolvió el estómago.
—Tú qué dices, Yura. ¿Dyr es un héroe?
—¡Un superhéroe! —respondió con emoción, alzando la voz como si no sintiera esa atmósfera pesada que de pronto nos envolvía.
—Error mío. "Superhéroe" —repitió con un sarcasmo casi imperceptible, pero que se colaba como veneno—. ¿Está enseñándote a volar? Increíble.
Sus ojos me encontraron. Fijos. Implacables.
—Realmente increíble... Es como si sus superpoderes fueran reales.
—¡Son reales! —gritó Yura con entusiasmo, soltando mi mano para mover los brazos, simulando volar—. ¡Puede crear huracanes, levantar autos, destruir árboles con un dedo! ¡Increíble, verdad!?
Yo no podía responder. Mi cuerpo aún temblaba, pero no por miedo… sino por algo más oscuro que crecía dentro de mí.
Su mirada no se apartaba de mí. Cada segundo que pasaba sentía que se hundía más, como si sus ojos intentaran escarbar directamente en mi alma.
—Yura… —mi voz se endureció, arrastrada por la tensión que me oprimía el pecho—. ¿Qué te hizo esta persona?
Sentía el calor en mis manos. La energía contenida que comenzaba a agitarse bajo la piel. Cerré los puños con fuerza, y mis ojos se enturbiaron en sombras. El aire a nuestro alrededor parecía más denso.
—¿Qué te hizo…? —repetí entre dientes, mientras mi mandíbula crujía de pura contención.
—¡Ren solo vino a jugar conmigo! —respondió con naturalidad, sin darse cuenta del torbellino que se desataba entre los dos.
—¿Qué te hizo?...
—Ah... Dibujamos, me enseñó a dibujar el sol y…
—Hablamos sobre su superhermano. Tú, Dyr.
Esa voz. Tranquila. Irónica. Desafiando mis límites con cada palabra.
—¿Cuánta gente has salvado?
No contesté. Me negaba a mirarlo siquiera. Mi respiración se hizo pesada y el temblor en mis brazos era apenas contenido. Las líneas negras de mi piel comenzaron a arder. Literalmente. Como si se alimentaran de mi rabia, como si respondieran al dolor que intentaba enterrar. Quemaban.
—Y esas marcas… —se incorporó de golpe, su tono cambiando a uno más directo, más inquisitivo—. ¿Peleaste con un villano, acaso? ¿O alguien te hizo daño?
Su voz se volvió casi burlona.
—Debiste defenderte, ¿verdad?
Se acercó. Lo suficiente para notar cada fibra tensa de mi cuerpo. Tocó mi hombro, y entonces lo susurró.
—Lo acabaste, ¿verdad?
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Moví el brazo con violencia, apartándolo de inmediato. Me paré entre él y Yura, cubriéndolo con el brazo como si fuese mi escudo. Mi mirada era una amenaza viva. La rabia vibraba a través de mí, golpeando desde adentro, como si mi pecho no pudiera contenerla más.
—Aléjate…
Apenas fue un susurro, pero cargaba la fuerza de una tormenta.
Él no se inmutó. Solo llevó los dedos a su rostro y acarició lentamente las marcas que recorrían desde la parte baja de sus ojos hasta la mandíbula, como si fueran viejas heridas. O viejos recuerdos.
—Duelen, ¿verdad? —su voz descendió a un tono casi íntimo, lleno de veneno sutil—. Como si te recordaran cada mala decisión que tomaste. Como si todo lo que hicieras fuera inútil. O como si un fantasma de tu pasado te persiguiera, constantemente… hasta encontrarte nuevamente.
Cada palabra era como una aguja. Precisa. Dolorosa. Innegable.
Y ahí estaba yo, temblando, conteniendo una tormenta que amenazaba con estallar.
Los latidos se volvieron estruendos dentro de mi pecho. No eran solo pulsaciones: eran golpes, martillazos bestiales empujando desde adentro, como si quisieran romperme las costillas para salir. Las marcas negras comenzaron a moverse, vivas, extendiéndose con violencia por mis brazos, por mi cuello. Ardían. Gritaban. Mi energía escapaba sin control, un río oscuro que rezumaba por cada poro.
—¡¿QUÉ ME HICISTE?! —grité con todo lo que tenía, desgarrando el aire. La ciudad entera pareció guardar silencio por un instante. Las personas a nuestro alrededor se detuvieron, clavadas al suelo como estatuas de sal, mirándome con horror en los ojos. No importaba. Que vieran. Que temieran. No iba a detenerme. No ahora.
Ni siquiera Yura entendía lo que estaba pasando. Lo escuché preguntarme algo, su voz dulce, confundida. Pero era un eco lejano. Un destello de luz en medio de la tormenta.
Una tormenta que era yo.
—Solo fui grosero, Yura —dijo él, acariciándole la cabeza con una suavidad que me revolvía el estómago—. Me pasé de la raya. Tu hermano debió tener un día pesado… salvar a la gente de una muerte cruel a manos de monstruos no debe ser fácil, ¿no? Afortunadamente, Dios le dio el poder para superar todo eso. Aunque... uno de esos monstruos le ofreció acabar todo de forma pacífica...
Cada palabra suya era un cuchillo hundiéndose bajo la piel. Me lancé hacia él. Mi puño buscó su rostro, pero él lo esquivó apenas con un giro leve, tan tranquilo que hizo que la rabia estallara en mi interior. Me miró como si mi furia fuera entretenimiento.
—Gracias, Dyr. Eres un gran héroe. Sabías que el dolor de cuello me estaba matando.
El sarcasmo era tan afilado como una cuchilla. Sus ojos me recorrían con un desprecio elegante, como si me analizara, como si me desarmara sin esfuerzo.
—Y tus marcas… deberías agradecerle al que te las hizo. Se ven increíbles. Como si fueran a devorarte desde dentro. Claro, yo habría sido mucho más… artístico.
—¡LÁRGATE! —escupí con voz rota, con toda la furia que me desgarraba por dentro. Sentía mis dedos temblar. No de miedo, sino de rabia contenida, de impotencia, de puro veneno que no encontraba salida.
—¿Qué… qué sucede? —la voz de Yura me alcanzó, tan ajena al abismo que se abría ante nosotros que dolía.
—Me dejé llevar —se excusó él, con la voz de alguien que disfruta cada segundo del caos—. Me gusta actuar como un villano. Supongo que tú lidias con eso todos los días, ¿verdad?
Le guiñó un ojo a Yura.
—Mañana vendré nuevamente. Tal vez pasado mañana también. Y el siguiente día… y el que sigue a ese. —Me miró directamente, sin ocultar nada. Ni la amenaza, ni el desprecio, ni el enfermizo deleite que sentía—. Ahora que por fin conocí a tu hermano, me interesa ser... un superhéroe. Uno nuevo. Uno que reemplace a los que deberían retirarse.
El aire se volvió pesado. Asfixiante. Las personas que nos rodeaban se disolvieron en el fondo como sombras mudas, sin intervenir, paralizadas por un miedo que no sabían explicar. No era solo por mí. Era por él.
Había algo en esa sonrisa suya que no pertenecía a este mundo.
**¿Un nuevo réquiem?**
No hoy.
Había encontrado lo que buscaba.
—Es tarde… Nos vemos luego, Yura. Cuídate, Dyr.
Y se marchó entre la multitud como si nada. Con las manos en los bolsillos. Con esa sonrisa serpenteando en su rostro. No miró atrás. No necesitaba hacerlo.
Me quedé rígido. Las marcas seguían ardiendo, las pupilas dilatadas. El eco de sus palabras me perforaba el cráneo. Sabía quién era Yura. Sabía que estaba conmigo. Y eso era suficiente para romper cualquier calma.
Carajo.
Una pequeña mano tiró de la mía.
—¡Debo despedirme de los chicos! —exclamó antes de soltarme y correr al orfanato.
No respondí. No pestañeé. Ni siquiera respiraba con normalidad. Seguía viendo el punto exacto donde él había desaparecido entre la gente. Esperando que regresara. Temiendo que nunca se hubiera ido realmente.
Nada... nada podía ser peor que esto.
Porque ahora sabía que él lo sabía.
—Listo, podemos irnos —dijo con alegría mientras regresaba.
No lo escuché.
—¿Dyr?
La voz volvió a mí. Pequeña. Inocente. Como si aún no supiera el infierno que nos acababa de rozar.
Pero yo sí lo sabía.
Y no iba a dejarlo acercarse otra vez.
La respiración comenzó a descontrolarse. Era como si algo dentro de mí se rompiera lentamente, pedazo por pedazo, sin piedad. El pecho me ardía, no por el esfuerzo físico, sino por todo lo que me hervía por dentro. Y entonces, su voz, ese grito claro, puro, me atravesó como una lanza.
—¡Dyr!
La voz de Yura me trajo de vuelta. Me obligó a mirar. A ver de nuevo.
—¿Nos vamos?
Asentí, tragando todo lo que quería gritar y hundiéndolo en mi garganta hasta que me doliera.
—Sí... perdón. —Me agaché, forzando una sonrisa que no me salía del alma—. ¿Te llevo?
—¡Sí! —Subió a mi espalda de un salto, rodeándome con sus brazos—. ¿Hoy irás rápido?
—Lo más que pueda.
Corrí como si huyera de un incendio. Como si cada sombra a mi alrededor fuera una amenaza acechando. Esquivaba personas, saltaba sobre ellas, sin detenerme un segundo. Tenía que alejarlo. A él. A su sombra. A su recuerdo. A sus palabras.
A todo lo que había abierto dentro de mí.
Apenas llegamos, lo dejé en el suelo.
—¿Puedes jugar un rato? Necesito hablar con Nanatori.
—¿Te espero dónde siempre?
—Dónde siempre.
Se alejó saltando sobre el pasto, con esa alegría incorruptible que me partía el alma en dos. Lo vi desaparecer, y entonces la rabia volvió a ascender. No rabia. Algo peor. Algo más denso. Más podrido.
Entré a casa como una tormenta.
—¡Nanatori!
Su voz se escuchó segundos después, quejumbrosa.
—¿Debes gritar siempre? Las costumbres de Yura le quedan a él. Contigo son molestas. ¿Qué hiciste ahora? ¿Otra vez arruinaste un dibujo suyo? Dijo que no te iba a perdonar.
La interrumpí sin pensar.
—El hijo de Dios.
La habitación cayó en silencio. Solo el crujir de la madera bajo mis pies se escuchaba.
—¿Quién? ¿De qué estás hablando ahora?
—Ren… el hijo de Dios. Ese maldito… —Mi voz temblaba, se quebraba por momentos—. El que incineró a... el que... —Las palabras se atragantaron, dolían como cristales rotos atravesando mi garganta—. El que abrió el cuerpo de Lye Kuro como si fuera un libro. Como si nada. Como si la vida no valiera nada.
Ella dejó caer lo que tenía en las manos.
Su cuerpo se tensó, y entonces notó lo que pasaba.
Miró mis marcas. Las malditas marcas. Ya no eran líneas, eran raíces negras que se extendían con fuerza, avanzando sobre mi piel como una plaga viva.
—¿Qué… qué sucede? —su voz ya no tenía firmeza. Solo miedo.
—Él... él está aquí. —El temblor en mis palabras ya no se podía ocultar—. Yura lo conoce, Nanatori. Lo conoce.
Sus ojos se abrieron tanto que por un instante creí que iba a desmayarse.
—¿Cómo? ¿Cómo lo conoce? ¡Dyr, es un niño! ¡Un maldito niño! ¿Cómo pudo relacionarse con alguien así?
No pude responder.
No porque no supiera cómo. Sino porque el solo pensarlo me revolvía el alma.
¿Cómo demonios ese bastardo había llegado a Yura? ¿Cómo lo había encontrado? ¿Por qué lo había tocado? ¿Por qué sabía quién era yo?
¿Cómo puede la putrefacción del pasado filtrarse incluso en lo único que quiero proteger?
Las marcas se avivaron, se tensaron como si quisieran salir, como si fueran parte de una entidad hambrienta que gritaba dentro de mí, ansiosa por destruir algo. Por vengarse.
Pero no podía.
No ahora.
Porque él… ya lo había alcanzado.
Y eso lo cambiaba todo.
—¡No, no…! Ren no le hizo nada… ¿o sí? ¡Maldita sea, no tengo idea! —me agarré la cabeza con fuerza, mis dedos enterrándose contra el cuero cabelludo. El aire me quemaba al entrar en los pulmones—. ¡Sabe que estoy aquí! ¡Sabe que Yura confía en mí!
—¿Yura sabe algo? ¿Qué vamos a hacer ahora? —la voz de Nanatori temblaba, se rompía—.
¿Qué vamos a hacer?
Y entonces ella escuchó.
El arrastre metálico de cadenas.
Lento.
Firme.
Ineludible.
Me congelé. Nanatori alzó la vista y la vi empalidecer.No miraba más que púas negras, finas y vibrantes, comenzaron a arrastrarse por el suelo, como si reptaran con intención, con odio. Se dirigían hacia mí, vivas, violentas, hambrientas.
—Dyr... —susurró con un hilo de voz, sin aliento.
—No... Yura no debe saberlo. Nunca. Y tú no vas a hacer nada, ¡NADA! —la rabia me desgarró la garganta—. Yo... yo voy a acabar con él... Yo voy a...
El mundo se apagó.
Como si alguien hubiese cerrado los ojos del universo.
Oscuridad total.
Y pasos.
Pasos húmedos, arrastrados, deformes.
Entonces apareció él.
Lye Kuro.
Rodeándome como un espectro inmortal. Su voz no era un susurro, era un juicio. Un martillo sobre mi cráneo.
—¿Vas a matarlo? —me rodeó como un buitre—. Hazlo. Acepta tu naturaleza.
—No... no es mi naturaleza...
—¿No lo es? —rió con sorna venenosa—. ¡¿Me asesinaste a mí y ahora me sales con que no lo es?! Es un chiste, ¿verdad? Mírate, maldito hipócrita. Me mataste, y ¿qué ganaste? Una chica, una casa… un mocoso. Qué héroe.
—Yo... sólo quiero irme con ellos...
—O... —dijo con retorcida dulzura— matas a Ren, te quedas con todo. Con la chica. Con el niño. Final feliz. Pero primero, líbrate del obstáculo. Es simple.
Mi cuerpo comenzó a estremecerse.
Las cadenas en la oscuridad sonaban cada vez más fuerte.
Más cerca.
Más dentro.
—¡Dyr! —Nanatori lo sacudía—. ¡Dyr! ¡Despierta! ¡Despierta, por Dios! —le dio una bofetada. Luego otra. Nada.
El vacío no cedía.
Lye se dejó caer en un sofá invisible, disfrutando del espectáculo.
—O mira esta otra opción... Deja a Nanatori. Deja a Yura. Lárgate. Vive la vida como un dios. Mujeres, poder, templos. ¡Mundos enteros bajo tus pies!
—No soy nada...
—¡Eres Dyr Yuuzora! ¡Un Dios! Deja de fingir que no lo sabes. Deja de mendigar que los demás te lo digan. Acepta lo que eres, carajo. Tienes la capacidad de destruir y rehacer. Vive como corresponde.
—No es mi vida...
—Correcto. —La sonrisa de Lye se retorció como una herida abierta—. No es tu vida.
Se inclinó, quedando frente a frente. Sus ojos ya no eran humanos.
Eran brasas negras.
—Es tu muerte. Si sigues dudando.
Desapareció en un estruendo de humo.
Volví a respirar.
Como si me arrancaran de un abismo. Tosí con fuerza, sentí el estómago revolverse y casi vomité.
—¡¿Qué carajos te pasa?! —gritó Nanatori—. ¡¿Qué hiciste ahora?!
—¿Qué hice...? —mi voz era un eco hueco—. Lye Kuro...
—¡Está muerto, Dyr! ¡Entiéndelo ya!
—Lo vi… ¡estaba aquí! ¡Estaba en esta maldita habitación, Nanatori!
—¡No hay nadie! ¡Sólo tú y yo!
—Solo tú y yo...
Me sostuve la cabeza. No podía más.
—Yo lo maté. Yo maté a Lye Kuro. Y ahora... ahora debo matar a Ren.
—¡Debes pensar en lo que haces! ¡No estás solo! ¡Yura y yo también estamos aquí!
—Es la única forma de protegerlos.
Y entonces.
La puerta.
Un golpe seco. Otro. Como un martillo sobre mi columna vertebral.
Me acerqué.
Cada paso era una sentencia.
El pomo frío.
La madera crujía.
Abrí lentamente la puerta… y apenas vi su rostro...
Me lancé con todo.
Un rugido, una descarga de odio.
Todo.
Pero fallé.
El cuerpo se movió con elegancia burlona, dejando que la furia pasara de largo.
—Si hay algo más molesto que tu energía —dijo con asco— son tus gritos, Dyr.
Ren me ignoró y fijó su mirada en Nanatori.
Ojos afilados.
Pupilas sin alma.
—Hola, Nanatori. —Esbozó una sonrisa siniestra, como si saboreara el momento—. Dime... ¿te asustaría si le arranco el estómago a Dyr... mientras tú lo miras?
El conflicto entre Dyr y Ren alcanza su punto más álgido. La bestia incompleta se aferra desesperadamente a los últimos vestigios de su humanidad, mientras el Dios roto afila sus dogmas para el juicio final. Gracias por acompañarme en este viaje donde las cicatrices del pasado nunca terminan de sangrar. La historia continúa... porque los Hijos de Dios aún susurran en la oscuridad, y su eco resonará cuando menos lo esperéis.
¿De qué lado estarías? ¿Con el monstruo que ama... o el santo que asesina?