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Chapter 213 - Capítulo 57: La Resurrección de la Marioneta

El cuerpo de Alistair yacía en un charco espeso y oscuro sobre la fría piedra, un amasijo irreconocible de carne desgarrada, huesos astillados y órganos abiertos como flores negras. Las cadenas de Yusuri aún atravesaban su torso, como serpientes inmóviles que se negaban a abandonar la presa. La sangre, densa y casi púrpura, seguía brotando con pereza de sus múltiples heridas, impregnando el aire de un hedor metálico y corrupto.

Yusuri permanecía de pie, impasible, el aura oscura de sus cadenas vibrando en el ambiente como un eco persistente del dolor. Su rostro no mostraba gozo ni pesar: era la expresión del deber cumplido, como un escultor contemplando su obra finalizada… aunque su escultura fuera de carne mutilada.

Entonces, la presencia se impuso como una ola helada.

La Madre Valmorth apareció en el umbral, y con ella entraron Constantine y Hiroshi. Sus figuras emergieron de las sombras como espectros de juicio, pero fue ella quien dominó la escena: alta, inamovible, con un rostro que parecía esculpido en mármol funerario. Su sola aparición extinguió cualquier rastro de calor en la cámara.

Por primera vez, la Matriarca no exhibía su fría indiferencia ni su cruel delectación. Su rostro mostraba una gravedad inusual, sombría. Sus ojos carmesí brillaban con un fulgor helado, como si calcularan las piezas de un juego más antiguo que la vida misma.

—Recoge el cuerpo —ordenó con una voz que no fue fuerte, pero resonó como si las piedras mismas respondieran al mandato.

Yusuri obedeció de inmediato. Las cadenas se retrajeron, saliendo del cuerpo de Alistair con un sonido viscoso, casi íntimo. El cadáver cayó con un golpe blando y repugnante, como carne sin alma. Yusuri lo alzó sin esfuerzo, como si cargara una muñeca rota. La sangre seguía chorreando, dibujando un sendero macabro mientras se alejaban por los pasillos.

—Llévalo a la sala principal —indicó la Matriarca, sin apartar la mirada del cadáver.

Los hermanos intercambiaron una rápida mirada, desconcertados. La sala principal era un santuario de grandeza, no un teatro de muerte. Pero nadie cuestionó.

La procesión avanzó hasta la vasta sala. Los tapices antiguos colgaban como testigos mudos de la historia, las lámparas brillaban con una luz cálida que no podía borrar el olor a muerte. Allí, sobre una alfombra persa impoluta, Yusuri depositó el cuerpo mutilado.

La sangre se extendió como una mancha oscura de blasfemia sobre los hilos de oro y escarlata. Los dedos cercenados yacían como pétalos podridos, el muñón de su pierna se mostraba sin pudor, y las heridas, como bocas abiertas, aún supuraban.

La Madre se detuvo frente al cadáver. Su sombra lo cubrió por completo.

Cerró los ojos un instante, y el silencio descendió. No un silencio cualquiera, sino uno tan espeso que ahogaba incluso los latidos del corazón. Cuando los abrió, sus ojos brillaban con una luz diferente: no solo poder, sino algo más antiguo. Algo sacrílego.

Entonces, alzó ambas manos, y su voz surgió como una plegaria prohibida:

"Ceniza que fuiste, veneno que serás.

Hueso que gime, espíritu, arrástrate de la nada.

En el frío de la tumba, mi voz te reclama.

Por sangre y deuda eterna, tu existencia se inflama.

¡Rompe el velo, siervo maldito, por orden mía!

¡Por el abismo, tu carne pútrida respira de nuevo!"

Un vórtice de energía pútrida brotó de sus palmas, envolviendo el cuerpo con una neblina espectral que olía a tumba profanada. Al principio, fue sutil. Luego, se convirtió en una transformación abominable.

La piel desgarrada de Alistair comenzó a cerrarse, no con sanación, sino con una repulsiva reconstrucción. Hebras viscosas tejían músculo y dermis. Las costillas expuestas se deslizaban hacia adentro, como si obedecieran un mandato impío.

Los testigos no podían apartar la vista. Yusuri, normalmente inmutable, tragó saliva en silencio. Constantine frunció el ceño. Hiroshi dio un paso atrás, y sus pupilas se dilataron. Nadie osó interrumpir.

El muñón de su pierna, donde el hueso había sido arrancado de cuajo, se agitó como un nido de serpientes. La carne crecía con estertores, los tendones se extendían con chasquidos viscosos, el hueso se forjaba desde la médula, crujiente, antinatural. La piel se cerró sobre él con un brillo enfermizo, más parecida a la cera que a lo vivo.

Y entonces, los dedos amputados se alzaron del suelo.

Volaron hacia las manos mutiladas de Alistair como insectos obedientes a una voluntad superior. Se adhirieron con un sonido húmedo, repugnante, y comenzaron a reconectarse, uno por uno. Los tendones los abrazaron, los vasos se soldaron, la carne se cerró como un abrazo blasfemo. Hasta las uñas crecieron nuevamente, brillantes y pálidas como astillas de hueso.

Lo que había sido un cadáver destrozado, ahora era un cuerpo restaurado. Pero no estaba vivo… aún. No realmente.

Sus ojos seguían cerrados. Su piel era demasiado pálida. Su pecho, sin embargo, subía y bajaba lentamente.

Respiraba.

La energía oscura retrocedió hacia la Matriarca como una marea de sangre invisible. Ella bajó las manos con calma. Su rostro volvió a la máscara de indiferencia, pero una sombra de triunfo cruzó sus labios.

Yusuri cayó de rodillas, reverenciando no solo a su señora, sino al abismo que ella acababa de abrir.

Constantine y Hiroshi guardaron silencio. Lo que habían presenciado no era poder… era herejía. Un dominio profano sobre la frontera más sagrada: la muerte.

El cuerpo de Alistair se mantenía inmóvil, salvo por esa respiración superficial. Su alma, si aún existía, no era la misma que había partido. ¿Quién o qué yacía ahora sobre la alfombra ensangrentada?

No hubo respuesta.

Solo un silencio profundo.

Y el murmullo sordo de un corazón, que nunca debió volver a latir.

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